Los ‘riders’: cuando la oficina está en la calle
Los repartidores a domicilio se reúnen en Barcelona para confraternizar mientras esperan al siguiente pedido
Sobre el banco han dejado la barra de pan, unas bandejas con lonchas de queso y jamón, y latas de bebidas energéticas. A su alrededor están sus herramientas de trabajo: las bicicletas y los cofres en los que transportan el pedido. “Esta es nuestra oficina”, dice jocosa Heidi Adames, de 43 años. Es la mayor de un grupo de siete venezolanos que quedan prácticamente cada tarde en el mismo banco, frente a la Sagrada Familia. Meriendan lo que han comprado e...
Sobre el banco han dejado la barra de pan, unas bandejas con lonchas de queso y jamón, y latas de bebidas energéticas. A su alrededor están sus herramientas de trabajo: las bicicletas y los cofres en los que transportan el pedido. “Esta es nuestra oficina”, dice jocosa Heidi Adames, de 43 años. Es la mayor de un grupo de siete venezolanos que quedan prácticamente cada tarde en el mismo banco, frente a la Sagrada Familia. Meriendan lo que han comprado en un supermercado, a la espera de que se reanude la actividad con el turno de cenas.
La avenida de Gaudí, en la esquina con la Sagrada Familia, es uno de los enclaves estratégicos en Barcelona para los mensajeros de las empresas de reparto a domicilio. Son lugares en los que quedan para confraternizar cuando baja la demanda, para ponerse al día, compartir sus sueños y miserias. Son espacios que se han convertido en los campos base de los riders porque son localizaciones donde se ubican varios restaurantes de comida rápida. Los más frecuentados, según las personas consultadas durante tres días de entrevistas, son Sagrada Familia, la hamburguesería Five Guys de plaza de Catalunya, plaza de Universitat, la plaza de Francesc Macià con avenida Josep Tarradellas y el centro comercial Glòries. Allí pueden coincidir 5, 10 o 20 mensajeros sentados en bancos o montados en las bicicletas, con los baúles en el suelo y con música sonando en un móvil. Normalmente, explican, se juntan según la procedencia: los hispanohablantes, los brasileños, los pakistaníes o los magrebíes, cada uno en su entorno de confianza.
“La Guardia Urbana nos separa cuando nos reunimos bastantes, por el coronavirus”, explica Manuel Gutiérrez desde plaza de Catalunya. A Gutiérrez todos le llaman El Chiquitín, por su baja estatura. También es venezolano, como otro compatriota suyo que espera a su lado. Prefiere la base del Five Guys a la de Sagrada Familia porque los envíos en las calles de zona alta de la ciudad, con pendientes más pronunciadas, son más incómodos. Llegó hace un año a España y siempre ha trabajado como repartidor. “Aquí todos nos ayudamos, da igual la nacionalidad. ¡He hecho demasiados amigos!”, cuenta Gutiérrez mientras saluda a lo lejos a un “haitiano” —así llama a los compañeros negros, aunque sean africanos. “Cuando podemos librar, quedamos para hacer asados, ponemos dinero entre todos para la carne. Se lo pasa uno bien”.
El grupo de venezolanos de Sagrada Familia almorzó todos los días señalados de las fiestas navideñas en su banco. “En España estamos solos y somos como una familia. Si le falta algo a alguno, le echamos una mano. Porque cuando eres migrante, cada día sin laborar es un día sin ingresos”, resume Enrique Velázquez, de 40 años. Velázquez calcula que en un mes como repartidor puede sacarse hasta 600 euros, lo justo para sobrevivir y enviar algo a su familia en Venezuela. Como todos, Velázquez quiere dejar este trabajo. Está estudiando para obtener el permiso de conducir de camiones.
Alirio José Morán tiene 41 años y concede que a su edad no es lo mismo ganarse el pan pedaleando que con 25. En su San Cristóbal natal, en Venezuela, regentó un negocio de informática. En los pocos meses que lleva como mensajero en Barcelona ya ha tenido tres bicicletas: la primera era una “bici normalita, viejita”; la sustituyó por una eléctrica, que le robaron. Ahora tiene su tercera, una inversión que todavía tiene que amortizar. A los nuevos se les identifica porque tienen las peores bicicletas, dice Oslei, un cubano estacionado en el centro comercial de Glòries. Hace una semana que es rider y utiliza una que le prestaron. También el baúl que carga es prestado: es de la marca Just East, pero él trabaja para Uber Eats. Una de las primeras cosas que se aprenden siguiendo a estos repartidores es que muchos llevan cofres con un distintivo que no corresponde al de la empresa por la que trabajan. A Oslei, que todavía no conoce a nadie del gremio, le recomendaron que se dejara caer por Glòries, porque allí le ayudarían a aprender los trucos más básicos del oficio.
Marcos Vinicius, 25 años, se ha citado a las siete con sus colegas en la plaza Universitat, como cada tarde, media hora antes del inicio del turno de cenas. Carga un cofre de Deliveroo aunque es mensajero para Uber Eats, con una cuenta que alquila a un amigo: “Ahora es difícil obtener una cuenta, sobre todo de las empresas de más pedidos como Glovo. Aunque no lo parezca, ahora hay menos demanda por parte de los clientes”. Llegó hace 10 meses a Barcelona con un contrato como cocinero en un conocido restaurante de la ciudad. El empleo le duró una semana, hasta que estalló la pandemia de la covid-19. Vinicius, un tipo de gran envergadura y barba rubia, lía un cigarrillo mientras ríe con las bromas de sus compañeros. Solo lleva tres meses como rider y continúa usando una bicicleta antigua, sin motor eléctrico. No parece importarle, tampoco espera mucho de un trabajo tan precario que, eso sí, le ha traído buenos amigos.
Un gremio copado por venezolanos
“No sé si los venezolanos somos mayoría haciendo este trabajo, porque hay muchos pakistaníes, pero somos muchos, sí, nuestro país es miseria”, dice Enrique Velázquez. El 43% de los repartidores que trabajan para Glovo son venezolanos, según datos aportados por la compañía líder del sector a EL PAÍS en un reportaje del pasado mayo. El Tribunal Supremo dictaminó el pasado septiembre que los mensajeros de Glovo son falsos autónomos.
Entre 2009 y 2019, el número de venezolanos residentes en Cataluña creció un
128%, hasta las 23.000 personas. La mayoría está a la espera de que se decida si
se les concede la residencia por razones humanitarias. Alirio José Morán pregunta a
Heidi Adames si ya ha iniciado los trámites del asilo. “En tres meses”, responde ella. Adames era cajera en un peaje de Caracas. No pierde en ningún momento la sonrisa pese a que admite que este trabajo le resulta muy duro, y más en estos meses de frío.