La cicatriz del autómata

Sin el ritual familiar del ‘cagatió’, busqué sucedáneo en los antiguos juguetes de la remozada buhardilla del Museo Marès

Uno de los autómatas de la Sala de las Diversiones del Museo Marès.MASSIMILIANO MINOCRI (EL PAÍS)

No quiero saber de la herida inaugural. Pero la cicatriz puede reseguirse: la ausencia, estas Navidades covídicas, del ritual del cagatió con los sobrinos, sanador sucedáneo en la última década del que hacía con los hijos, a su vez pálida, vana reconstrucción del de mi infancia. Ahora constato que en su alegría inocente rastreaba de manera injusta indicios de la que fue la mía ante paquetes modestos a los pies de la maceta más grande de casa, la de un arbusto que bautizamos el-de-orejas-de-Mickey, suplente de un abeto que no podíamos o queríamos comprar…

La espiral ...

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No quiero saber de la herida inaugural. Pero la cicatriz puede reseguirse: la ausencia, estas Navidades covídicas, del ritual del cagatió con los sobrinos, sanador sucedáneo en la última década del que hacía con los hijos, a su vez pálida, vana reconstrucción del de mi infancia. Ahora constato que en su alegría inocente rastreaba de manera injusta indicios de la que fue la mía ante paquetes modestos a los pies de la maceta más grande de casa, la de un arbusto que bautizamos el-de-orejas-de-Mickey, suplente de un abeto que no podíamos o queríamos comprar…

La espiral no se desvanece (para eso hemos venido) ante la remozada Sala de las Diversiones, en la buhardilla del Museo Frederic Marès de Barcelona, la última del Gabinete del Coleccionista que su fundador bautizó como “Museo Sentimental”. Con acierto. “Están mal puestos, ese es el oficial y aquél, el trompeta, deberían estar delante”, ilustra, perdonavidas, el señor de abrigo y sombrero a su esposa mientras contemplan la colección de soldaditos de plomo en el pórtico de la sala. Suena a afrenta, quizá porque los de la única media decena que tuve no tenían compañía ni rango, pesados trocitos descoloridos, totalmente grises, sin relieves… Uno, mal remedo del de Hans Christian Andersen, era manco, algo que, curiosamente, impedía su estabilidad. Me pregunto si los que tuve de plástico (indios, vaqueros, confederados, yankees, tropas de la Segunda Guerra Mundial…) aguantarían una parada militar si los dos botes circulares y altos de jabones de cinco kilos de Dixan o de Colón que los guardaban no hubieran desaparecido cuando los padres dejaron el piso familiar.

Paso injustamente rápido (el exceso de halo intimista de la nueva iluminación ayuda) por los folletos antiguos del XIX del Liceo, algún cartel de corrida de toros de 1853 ó de 1913 (“Machaquito, Gallo, Gallito, Vicente Pastor”), una foto de Santiago Salvador, el anarquista del atentado al coliseo de 1893, y unos cuantos Singlots poètics, de Serafí Pitarra (“Cada obra, un singlot. Cada singlot, un ral”). Pero los dioramas de cartón, como luego pasará con los teatrillos que reproducen el Apolo, el Español o la Zarzuela, me convierten en un insecto con fototaxis positiva a la luz infantil: seis, siete capas de profundidad, entrar en mundos como el del escenario oriental, donde al fondo cobra relieve un carruaje tirado por un dragón…

Ha sido un fogonazo, imposible de retener, pero ha cruzado una imagen borrosa de un diorama parecido que había en casa de una tía, un piso que era su wunderkammer personal, todo rastro de ello perdido tras una disputa familiar. Cada mudanza, un desgarro sentimental. El centelleo se irá repitiendo, con estampas inasibles que no habían asomado nunca. Ocurre con el Chim-Chuap, juego de pequeñas piezas romboidales que permiten hacer siete figurillas, “pasatiempo chinesco con que se distrae frecuentemente la nobleza del celeste imperio”, reza su vetusta caja. Tuve uno parecido, de plástico, claro, amarillo, enmarcado en un cuadrado rojo; y otro, en verde y blanco. No sé dónde estarán, ni si ya existen, como desconozco en qué parte de mi trastienda emocional dormía su recuerdo hasta ahora.

Sucede igual con un millón y un puzle de cubos, ambos de madera, que ya no sé si tuve o es un recuerdo implantado ahora por su visión en las vitrinas del Marès. Sí fue bien real una caja con bloques de madera para construir. Estaba en casa de la abuela paterna, a la que acudía con mi progenitor: ellos hablaban bajito en el comedor, ante la mesa con hule, mientras dejaban al niño con unos escasos bloques de colores y un par de soldados de caballería napoleónicos, restos de serie de la infancia de mi padre y su hermano salidos de una caja de zapatos. Había que moverse en silencio para no importunar a la bisabuela, siempre en cama y la luz apagada, más misterio y secretismo de unas visitas que no solían contarse a mi madre.

Un relámpago trae también una peonza de madera con una cuerda de blanco usado, y un vagón de tren de latón, solitario, no tan lujoso como el de la vitrina, rojo en vez de verde olivo y sin vía alguna. Pero, en cambio, sí es casi freudianamente idéntico el pájaro encerrado en la jaula dorada: suelo de terciopelo verde césped, subido a un trozo de rama, pelirrojo, inquietantes ojos en dos puntos negro azabache brillante; cola y pico moviéndose muy lentamente. El de casa de la tía emitía tres tipos de canto…

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Es la antesala del área de las muñecas de porcelana, caras con ojeras un punto tétricas, como la de la que reposaba en el cabezal de la cama de la abuela. Y la del territorio de los autómatas, una docena de los cuales han recuperado movimiento y música originales. El párpado derecho medio caído y la lengua espasmódica que entra y sale de su boca dan al payaso pelirrojo que toca el violín un punto siniestro, que contrasta con el candor del niño oriental que se esconde tras la pandereta mientras da vueltas. Otro payaso acróbata con una silla es tan espectacular como el también niño que, arrodillado con orejas de burro, aprende la lección bajo la varita del profesor. Hay un tercer infante que arrastra un carro… ¿No había uno en casa que hacía lo propio con una tartana, cerca de un ángel de porcelana de capa roja y música metálica que sostenía una vela?

”¡No toque!”, me riñe un punto excitado un vigilante cuando intento abrir el abanico de madera de la pared que contiene tras un cristal, junto a otros documentos, un juego de la oca de papel de hilo del XIX, con sus instrucciones en el centro (“Se hallará en la librería Piferrer, plaza del Ángel”, dice al pie). Igual que me gritaba mi madre. Todo completo… Un último aldabonazo de la memoria me asusta: el parqué de la buhardilla del Marès, con sus formas cuadradas, es idéntico al que había en casa de la tía.

Sin saberlo, todos estos años adultos he conservado la fe, Fidem servavi, me digo al salir. Sí, las heridas acaban cicatrizando, incluso en un autómata, pero esa cicatriz no deja de ser memoria misma de esa herida que, en el fondo, pues, sigue ahí.

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