Opinión

Paja en ojo ajeno

Cuando los niveles de incoherencia llegan al clímax es cuando la cacareada exigencia deviene sinónimo de chantaje, que sirve para el barrido de bloquear negociaciones y el fregado de romper acuerdos

El presidente del PP, Pablo Casado, en Roses, el 4 de diciembre.Glòria Sánchez (Europa Press)

Exigir es un verbo duro. Tanto que la RAE lo define como “pedir imperiosamente algo a lo que se tiene derecho”. Sucede, no obstante, que a fuerza de utilizarlo de manera habitual, sin más razón que la retórica hueca y con cualquier excusa menor, se devalúa, pierde su fuerza y se convierte en un término flácido. Algo semejante a lo que le sucedía a Rocío Jurado con el amor. Que se le rompía de tanto usarlo.

La prueba es que aquí ya nadie pide porque todo el mundo exige. Empezando por los políticos que creen que si no sitúan el término en el punto de partida de cualquier posicionamiento o...

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Exigir es un verbo duro. Tanto que la RAE lo define como “pedir imperiosamente algo a lo que se tiene derecho”. Sucede, no obstante, que a fuerza de utilizarlo de manera habitual, sin más razón que la retórica hueca y con cualquier excusa menor, se devalúa, pierde su fuerza y se convierte en un término flácido. Algo semejante a lo que le sucedía a Rocío Jurado con el amor. Que se le rompía de tanto usarlo.

La prueba es que aquí ya nadie pide porque todo el mundo exige. Empezando por los políticos que creen que si no sitúan el término en el punto de partida de cualquier posicionamiento o negociación, no tendrá efecto. Y así acaba siendo. Abusando de exigencia, el vocablo ha dejado de ser el requerimiento ineludible para enfrentarse a las grandes causas y ha quedado reducido a algo falsamente grandilocuente. Conclusión: también por estas cuitas del lenguaje, la política ya no es pedagogía. En consecuencia, cualquier colectivo castigado o agraviado, tocado o amenazado, actúa con la misma lógica. Y exige. Y a ver quién se atreve a decirle que no merece lo que el interpelado se autoconcede.

Sobran ejemplos enquistados en el pretérito indefinido para ilustrarlo. El presente está lleno de estos equívocos y el futuro se acerca lastrado por actuaciones que condicionan un mañana necesariamente esperanzador. Véase la modernización que necesitan las administraciones de este país para adaptarse a las exigencias, estas sí, de puesta al día. Lo reclama la Unión Europea como contrapartida a las ayudas por la pandemia y lo necesita la sociedad para verse fielmente reflejada en sus mismas condiciones de vida. Gracias al coronavirus, ahora más de uno lo ha comprendido porque ha sufrido la incompetencia secular de organismos marcados por el “vuelva usted mañana”. O porque no siempre tratan con el mismo rasero a todos los ciudadanos: el Rey emérito y sus contenciosos con Hacienda, sin ir más lejos. Regularizando una irregularidad para evitar un delito fiscal sin requerimiento previo delata que la Agencia Tributaria no le había apercibido de nada. Y así, al no estar supuestamente por la labor, no le aplicó el nivel de control ni rigor que practica con cualquier trabajador que ha olvidado reflejar un ingreso, por nimio que sea.

Tampoco obran en consecuencia al tono exigente que gastan aquellos independentistas que siempre están pendientes del desliz del contrario y nunca se ven a sí mismos con el carrito del helado. Podría ser el caso del vicepresidente del Parlament, Josep Costa. Persona habituada a la rudeza argumental, a la inasequible justificación procesista y al gatillo dialéctico fácil como acusación popular de todo lo que no se mueve en su órbita, no se da por aludido cuando sus compañeros de proyecto, que no de partido, le exigen explicaciones por haberse conectado telemáticamente a un foro de la ultraderecha secesionista —hecho que también esparce públicamente su existencia. Acto en el que participaron sus colegas del grupo Demòcrates y en el que Esquerra Republicana encontró la excusa para echarles de casa. Ahora no toca, parecen contestar uno y otros a modo de Jordi Pujol en sus mejores años. Y demuestran así, como el que no quiere, que tampoco se han distanciado tanto de la doctrina que los iluminó. De hecho, parecen haber optado más por aquello que no era menester que aprendieran que por lo mejor de la inspiración cultural e intelectual de la época ahora denostada.

Pero cuando los niveles de incoherencia llegan al clímax es cuando la cacareada exigencia deviene sinónimo de chantaje, que sirve para el barrido de bloquear negociaciones y el fregado de romper acuerdos. Lo que está haciendo la derecha en los últimos tiempos con las necesidades elementales para poner el país al día. Sea el pacto revisado para la renovación del Consejo General del Poder Judicial, sea el acuerdo frustrado para sumarse a avalar las cuentas del Estado reflejadas en los Presupuestos Generales.

En el primer caso, el PP exige ahora que no se indulte a los independentistas condenados, encarcelados y privados del tercer grado a cambio de renovar el gobierno de los jueces. Como si la figura jurídica planteada no fuera de aplicación general dadas sus condiciones y solo pudiera responder a unos determinados parámetros que, por supuesto, son los de quienes ejercen la tutela única y responsable de la ley y el orden. En el caso del frustrado apoyo de Ciudadanos a los Presupuestos, por exigir que no participaran los radicales enemigos de la patria que, para más inri, dicen ser de izquierdas. Izquierda tan intolerante como quienes pretendían vetarlos porque también en esto coincidieron abiertamente. Y he aquí como tanta exigencia cruzada se neutraliza y queda en el peor ejemplo que puede darse a la ciudadanía. Aquel que, vía copla, acaba admitiendo que ni contigo ni sin ti tienen mis males remedio.


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