Canciones de otro tiempo
La gran ′chanson', la música literaria de verdad, no aparecerá hasta principios de los cincuenta: Georges Brassens principalmente y, a una cierta distancia, Léo Ferré, Aznavour, Brel... y Juliette Gréco
La muerte de Juliette Gréco ha puesto fin, definitivamente, a la canción literaria francesa, la chanson. Ella ha sido la última de una generación irrepetible, con letras que son auténticos poemas y melodías bien adaptadas al texto.
Pero, a decir verdad, y por ello he empleado el “definitivamente”, este tipo de canción francesa se acabó hace ya casi 50 años, a fines de los sesenta y primeros setenta, con la irrupción de la música anglosajona (el rock y el pop en todas sus versiones) y la mediocridad de los nuevos cantantes en francés: falsos Elvis Presley como Johnny Hallyday, sen...
La muerte de Juliette Gréco ha puesto fin, definitivamente, a la canción literaria francesa, la chanson. Ella ha sido la última de una generación irrepetible, con letras que son auténticos poemas y melodías bien adaptadas al texto.
Pero, a decir verdad, y por ello he empleado el “definitivamente”, este tipo de canción francesa se acabó hace ya casi 50 años, a fines de los sesenta y primeros setenta, con la irrupción de la música anglosajona (el rock y el pop en todas sus versiones) y la mediocridad de los nuevos cantantes en francés: falsos Elvis Presley como Johnny Hallyday, sensibleros ridículos como Adamo o cantantes protesta tipo “mayo del 68” como Antoine. Se acabaron los creadores y empezó el plagio, del arte se pasó a la vulgaridad, de la literatura al yeyé.
En Francia siempre hubo una tradición de canción culta que arranca de los trovadores medievales, sigue con la canción popular, en los años veinte, y añadiendo salsa picante, se introduce el cuplé en los cabarets hasta alcanzar una cierta categoría en los treinta con Tino Rossi y Chevalier para saltar de rango en los cuarenta con Charles Trenet, Georges Ulmer, Jean Sablon, Edith Piaf o Yves Montand. Pero la gran chanson, la literaria de verdad, no aparecerá hasta la postguerra y, sobre todo, a principios de los años cincuenta: Georges Brassens principalmente y, a una cierta distancia, Léo Ferré, Catherine Sauvage, Aznavour, Brel... y Juliette Gréco, esta última sin duda alguna en lugar muy destacado.
Cada uno de estos grandes hay que ubicarlo en una tradición, un tiempo y un lugar. Pero en Gréco lo importante no es la tradición, porque inauguró estilo, sino el tiempo y el lugar: el París de la segunda postguerra, el existencialismo como forma de vida, una nueva estética en las costumbres y una moral más libre en las relaciones personales. “El beso”, la hoy inocente fotografía de Doisneau que alcanzó fama décadas después, es su mejor expresión: la moral burguesa prohibía, hasta entonces, besarse en plena calle.
Montmartre y su bohemia artística habían quedado atrás, el centro donde se concentraban los nuevos escritores, filósofos y artistas que entonces marcaron época fue en la Rive Gauche, allí donde acababan confluyendo los bulevares de Saint Germain y Saint Michel, entre el Sena y Montparnasse, al amparo de la Sorbona y el teatro Odéon, con la sabiduría antigua del Quartier Latin y el sutil y decadente encanto de los Jardins du Luxembourg.
Allí se estableció la nueva bohemia, esta vez más literaria que pictórica, con los viejos bistrots para picar algo, las cafeterías para pasar el día y las legendarias cavas de jazz para tomar una copa por la noche, mover el esqueleto y, si había suerte, encontrar pareja. El humo del tabaco cegaba sus ojos, eran jóvenes y felices.
Por ahí andaba Juliette Gréco, una chica lista de 20 años, de una belleza al estilo air du temps, convencida que escuchando con atención a los mayores aprendería algo. ¡Y aprendió! Un día fue a ver a Sartre y le dijo: “Monsieur Sartre, quiero dedicarme a cantar canciones inteligentes”. “Vuelva usted mañana, le prepararé unos libros y usted escoge los poemas que más le gusten”. Se los llevó a
casa, los fue husmeando por la tarde y, al día siguiente, de nuevo visitó al maestro: “Me ha gustado mucho Si tu t’imagines, de Raymond Queneau”. “Pas mal”, debió pensar Sartre, esta chica tiene buen gusto. “Vaya a ver a mi amigo Joseph Kosma, ahora mismo le llamo diciéndole que pasará usted”. Sin pensarlo, se dirigió a casa del músico húngaro exiliado en París, antiguo colaborador de Bertolt Brecht, pero conocido sobre todo por ser el autor de la música de Les feuilles mortes, un poema de Jacques Prévert.
Con Si tu t’imagines, su canción primera, quizás la más emblemática, Juliette Gréco ya alcanzó un estilo propio, inconfundible. Nunca compuso canciones, escogía las de otros, bien con letra de poetas de su tiempo (Prévert, Desnos, Mc Orlan, Carco, Sagan), bien obras de sus colegas (Trenet, Ferré, Brassens, Brel, Aznavour), o de compositores amigos. Lo fundamental era escoger bien un texto, ponerle música e interpretarlo con su inimitable estilo: voz ronca o suave, según conviniera, gesto sensual de una rara elegancia.
No hubo, no habrá otra. Y, sin embargo, he hecho la prueba estos días, nadie se acuerda ya de ella. ¿Son canciones de otro tiempo?