Una gran vergüenza ajena

La marcha de Juan Carlos I y la confesión de Jordi Pujol no afectan solo a los monárquicos o a los nacionalistas catalanes: representan una afrenta para la generación que luchó por la democracia

Tiempo de zozobra. Reconocía dolorido Iñaki Gabilondo hace poco más de una semana en este diario que los últimos episodios del culebrón protagonizado por el rey emérito le avergonzaban y sostenía que degradaban públicamente a su generación, la que condujo la transición a la democracia. Ese sentimiento tan comedidamente expresado por el periodista que en la noche del 23 de febrero de 1981 llevó la cámara de TVE al rey Juan Carlos —es decir, quien le llevó el instrumento que le permitiría consolidarse en el trono— es el mismo que desde hace unos cuantos años vienen experimentando muchos de sus c...

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Tiempo de zozobra. Reconocía dolorido Iñaki Gabilondo hace poco más de una semana en este diario que los últimos episodios del culebrón protagonizado por el rey emérito le avergonzaban y sostenía que degradaban públicamente a su generación, la que condujo la transición a la democracia. Ese sentimiento tan comedidamente expresado por el periodista que en la noche del 23 de febrero de 1981 llevó la cámara de TVE al rey Juan Carlos —es decir, quien le llevó el instrumento que le permitiría consolidarse en el trono— es el mismo que desde hace unos cuantos años vienen experimentando muchos de sus coetáneos en Cataluña.

“Hemos sido desnudados y yo me siento avergonzado”, decía Gabilondo. Sí. Eso es. Sin que quepa interpretarlo como un mérito o una ventaja, sino más bien todo lo contrario, en Cataluña ya conocíamos esa clase de vergüenza ajena. Es la que sintió la generación que forjó el pacto por la democracia y la autonomía en la década de 1970 cuando uno de los protagonistas de aquella complicada operación, Jordi Pujol, confesó hace cinco años algo muy similar a los affaires borbónicos que ahora llenan las páginas de la prensa.

En una mirada superficial pudiera parecer que a quien le corresponde sentir esa vergüenza es únicamente a los votantes del partido de Pujol. Y también, ya puestos, a los seguidores de su aliado Josep Antoni Duran Lleida, cuyo partido tuvo que disolverse por asuntos de corrupción. Del mismo modo que en el plano general español, les correspondería sentirla a los electores que tanto apoyaron al Partido Popular de José María Aznar y Mariano Rajoy para terminar viendo que luego —o incluso mientras tanto— muchos de los que fueron sus ministros, presidentes de comunidades autónomas, alcaldes y jerarcas del partido, fueran igualmente condenados por delitos de corrupción. Una larga procesión que todavía no ha terminado. Sería, sin embargo, una apreciación errónea.

La confesión de hace cinco años y la quiebra de ahora representan el hundimiento de la ejemplaridad y la credibilidad exigida a los titulares de las instituciones que constituyen la clave de bóveda del sistema político. Sin ella, el edificio corre riesgo de caer. Y eso afecta a todos. En Cataluña esto llegó antes y antes hemos visto cómo, combinado con otras crisis, abocaba a una inaudita degradación de las instituciones catalanas. La vergüenza que la generación que luchó por la libertad, la amnistía y la autonomía ha sentido al ver al penúltimo Gobierno de la Generalitat lanzar por la ventana la credibilidad, el prestigio y la legalidad de la institución de autogobierno en pos de una pseudorevolución en cuya viabilidad no creían ni sus promotores no es muy distinta a la que describe Gabilondo. Hemos visto, tan estupefactos como avergonzados, cómo los desorientados sucesores de Pujol se lanzaban a una impúdica exhibición de utilitarismo para permanecer en el poder, aún a costa de triturar el más precioso y delicado bien político de Cataluña, la unidad civil resumida en uno de los eslóganes de los años de la Transición: Cataluña, un solo pueblo. ¿Cómo hemos podido llegar hasta aquí? Vergüenza.

La decepción es particularmente dolorosa para esa generación porque en las largas décadas de la dictadura muchos de sus integrantes creyeron que la lucha por las libertades era también un compromiso por la honradez, la reinstauración de una moral pública al servicio del bien común. Para ellos, estas crisis representan un retroceso político y moral. Es incluso una afrenta. En Aquí no hem vingut a estudiar, Enric Juliana se ha servido de la biografía de un comunista catalanoandaluz, Manuel Moreno Mauricio, que estuvo 17 años preso en la cárcel de Burgos, para ejemplarizar este componente ético del combate político. El homenaje que a través de Moreno Mauricio rinde Juliana en esta obra a la generación que logró el pacto por las libertades es el anverso de lo que estamos viviendo. Con las libertades se quería ganar también limpieza y honradez colectivas después de décadas de ominosa arbitrariedad y opresión. Justo lo que ahora está en crisis. Esa es la pérdida a lamentar, y la que se lamenta doblemente porque ha sido protagonizada por quienes detentaron las máximas responsabilidades políticas durante décadas y desde el inicio de la etapa democrática.

Es difícil imaginar una salida a esta situación, que tiene aires de final de época, sin una recapitulación a fondo. Como aprendimos precisamente en la década de 1970, cuando se entra en una fase de reformulación general se sabe cómo se ha entrado en ella, pero en este momento es imposible saber cómo se saldrá. Todo está abierto.

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