Con glamur, a pesar del virus
Begur, en la Costa Brava, vive un verano con segundas residencias llenas y buenos índices en restauración; cojean los hoteles y sufren los campings
“A ver, ¿a qué hora hay que venir para encontrar sitio en la playa?”, pregunta un turista atónito y resignado. Son las ocho y media de la mañana de un miércoles de agosto bochornoso y nublado. La encargada del aparcamiento habilitado en la playa de Aiguablava, en Begur, lo acaba de cerrar. Mira el reloj y le responde: “Entre siete y ocho”. Efectivamente, las primeras de las más de 230 personas que hacen cola para la playa han llegado a las siete y cuarto. Disfrutarán de uno de los parasoles de brezo que el Ayuntamiento ha clavado en la arena para guardar las distancias a que obliga la covid-19...
“A ver, ¿a qué hora hay que venir para encontrar sitio en la playa?”, pregunta un turista atónito y resignado. Son las ocho y media de la mañana de un miércoles de agosto bochornoso y nublado. La encargada del aparcamiento habilitado en la playa de Aiguablava, en Begur, lo acaba de cerrar. Mira el reloj y le responde: “Entre siete y ocho”. Efectivamente, las primeras de las más de 230 personas que hacen cola para la playa han llegado a las siete y cuarto. Disfrutarán de uno de los parasoles de brezo que el Ayuntamiento ha clavado en la arena para guardar las distancias a que obliga la covid-19. El virus ha hecho que este año Begur tenga tres tipos de control en sus playas. Un verano de colas en el estanco, la panadería y las tiendas en general, con un mercado desangelado; y unos sábados noche de doloroso silencio tras medio siglo ininterrumpido de sardanas en la plaza. Pero sin perder su glamur.
A mediados de agosto, el riesgo de rebrote en Begur es “muy bajo”, en los últimos 15 días se ha diagnosticado un solo caso y en el acumulado de la pandemia, desde marzo, 25. Por el momento la crisis sanitaria no ha cerrado ningún negocio, pero todos sufren la falta de turismo extranjero. Este año solo están los que tienen una de las 3.300 segundas viviendas, el doble que las de los oriundos. El Consistorio ha dejado al autocontrol las amplias playas como Sa Riera, el Racó o l’Illa Roja, pero ha adoptado estrictas medidas en Platja Fonda, donde vigilan el aforo y al llenarse un controlador cierra el acceso al centenar de peldaños que llevan al agua y en las anheladas Sa Tuna y Aiguablava con 32 y 46 parasoles de brezo respectivamente. Su buena gestión ha merecido el Safe Tourism Certified, del Instituto para la Calidad Turística Española.
Los 80 metros de largo por 40 de ancho de fina arena de Aiguablava se han convertido en el escenario deseado. El coronavirus ha acabado con escenas de 900 personas apiñadas. Ahora de nueve a nueve horas, con un máximo de 184, los decibelios han bajado y han desaparecido las broncas y el tener que apartar la toalla del vecino. Es una especie de paraíso de calma donde las voces de los bañistas quedan ahogadas por las de los comensales de los restaurantes. El primero de la cola, un vecino de La Llagosta que veranea en Tossa, lo ve así: “Vale la pena, ayer la vi por primera vez y es una pasada, hemos estado en Ibiza y Formentera y es muy parecido”. Con su mujer y su hija hicieron un intento, pero llegaron tarde. Aprovecharon la opción de bañarse sin plantar la toalla. Hoy han quedado con unos amigos a las seis y media y el madrugón les ha valido un parasol a ras de agua. Un agua que “con los rayos del sol coge tonos verde y azul, espectacular”, describe.
En la cola otros de Madrid, Sabadell, Alemania, Francia o Barcelona han hecho igual. Algunos veranean en Calella o Pals, pero no quieren perderse la experiencia de la Aiguablava que refiere una francesa como “magnifique”. Eva, de Manresa, quería comer en el Toc al Mar, como hace cada año, y al enterarse decidió hacer “un completo”, playa y comida, aunque el acceso a los restaurantes es libre. Entre parasoles hay cuatro metros y los bañistas deben respetar los dos metros dentro y fuera del agua. Los controladores de la Cruz Roja, que acomodan a la gente, vigilan a los que quieren colarse por el camino de ronda.
Según la empresa que alquila kayaks, patines y tablas de padelsurf, no es tan idílico: “A menos gente, menos negocio”. Sin embargo, el edil de playas, Eugeni Pibernat, asegura que “hay mucha rotación, la mayoría de la gente está poco más de dos horas”. Es un buen año para el sector náutico. “Los tres campos de boyas están al 100% y las empresas de alquiler de barcos no dan abasto”, añade. Algunos de los extranjeros han criticado que les han engañado, que “aquí no hay peligro”, destacan desde la oficina de turismo. Las segundas residencias están llenas, más que nunca. La presencia de sus propietarios, con fama de pijos de clase media-alta y mayoritariamente de Barcelona, permanece intacta.
Desde el inicio de la pandemia, Begur ha tenido que suspender o aplazar su fiesta mayor, los concurridos jueves de DJ Nasi, la marcha popular Puja i Baixa que reúne a 1.500 personas que siguen 14 kilómetros de senderos sobre el mar, conciertos, espectáculos infantiles... Por ahora, la cita con la VI edición del Festival Internacional de Cine de Comedia, entre el 1 y el 12 de octubre, sigue en pie.
Vistas y piedras con muchas historia
Población: 3.925 habitantes. En verano llega a los 30.000.
Actividades económicas: turismo y construcción.
Lugares para visitar: Sus caminos de ronda; el castillo, o lo que queda de él; la ermita de Sant Ramón, y el mirador con su nombre; la casa donde pasó sus últimos años la gran bailaora Carmen Amaya, que ahora acoge el área de Medio Ambiente. Las seis torres de defensa estratégicamente repartidas para salvaguardarse de los piratas. Las diversas casas de indianos –algunas convertidas en hoteles- que construyeron los vecinos de Begur al volver de “hacer las Américas” –hacer fortuna- y en las que en su fachada una placa cuenta su historia. Las últimas en construirse fueron las de mi bisabuelo, Paco Font Pi, una a escasos metros de la plaza y la otra en Fornells, la conocida como “Casa Rosa”.