Opinión

Razón científica y autoridad política

La realidad que comporta la llamada nueva normalidad tiene poco de sentido común y mucho de respuesta a unas decisiones políticas amparadas en recomendaciones científicas, sí, pero políticas al fin

El primer liberal fue Cicerón. En la antigua Roma ser libre significaba ser ciudadano, no esclavo. Quedar al margen de la voluntad arbitraria de un amo o de cualquier dominación. Hablaban de liberalitas, que los estudiosos sitúan como la base del liberalismo posterior. Defendían una manera noble y generosa de pensar en un Estado de derecho en el que el Gobierno se centrara en el bien común a partir del cual un individuo podía esperar ser libre. Una forma esencial para la cohesión y el buen funcionamiento de la sociedad. En la defensa del poeta Arquias, por ejemplo, el mismo Cicerón nos dejó un...

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El primer liberal fue Cicerón. En la antigua Roma ser libre significaba ser ciudadano, no esclavo. Quedar al margen de la voluntad arbitraria de un amo o de cualquier dominación. Hablaban de liberalitas, que los estudiosos sitúan como la base del liberalismo posterior. Defendían una manera noble y generosa de pensar en un Estado de derecho en el que el Gobierno se centrara en el bien común a partir del cual un individuo podía esperar ser libre. Una forma esencial para la cohesión y el buen funcionamiento de la sociedad. En la defensa del poeta Arquias, por ejemplo, el mismo Cicerón nos dejó un texto absolutamente vigente 20 siglos después, cuando se trata de defender la solidaridad para con los inmigrantes. Y especialmente para combatir los obstáculos administrativos que les impiden convertirse, ayer y hoy, en ciudadanos de pleno derecho en los países de acogida.

Llegó Séneca después y tomó el relevo. Ambos clásicos fueron la base intelectual sobre la que se defendería el concepto de libertad hasta la Revolución Francesa, que fue cuando el contemporáneo liberal tomó forma y se mantuvo hasta su última perversión. La de la americanización del término, en el siglo XX, que acabó con su revisión neoliberal, que resituó malamente una tradición que forma parte de nuestro bagaje cultural mucho más allá de lo que sus detractores ideológicos sospechan.

Lo cuenta la profesora Helena Rosenblatt de la Universidad de Nueva York en su Historia olvidada del liberalismo (Crítica). Y leyéndola, uno entiende un poco mejor la escasa presencia que esta corriente de pensamiento tiene en España. Una concepción moral para un comportamiento libre y respetuoso. Por eso, cuando estos días el presidente Pedro Sánchez insiste en la responsabilidad individual durante el proceso de desconfinamiento y suplica prudencia ante las imágenes de quienes optan por correr más de la cuenta, uno mira atrás y se percata de su poca insistencia anterior, en el inicio de la crisis, fruto probablemente de la ausencia de un elemento fundamental para entender y desarrollar la democracia excepto en su economía. El sistema que el profesor Cesáreo Rodríguez Aguilera de Prat insiste en que o es liberal o no es.

En efecto, durante los primeros dos meses de reclusión obligada, los gobiernos de cualquier administración han tenido la tendencia de llevarnos de la mano. De proyectar unas maneras a veces incluso paternalistas para que fuéramos lo obedientes que creían que podíamos no ser. Recordemos a Pablo Iglesias disculpándose ante los niños. Se sorprendieron de nuestra irreprochable conducta colectiva, dócil, respetuosa, educada e incluso acrítica pero no cejaron en el empeño de seguir ejerciendo su tutela porque su desconfianza real hacia los ciudadanos parecía superior a su consideración pública hacia nosotros. Por eso y tras el alarde de más del millón de multas impuestas por saltarse supuestamente el confinamiento, siguen insistiendo en la advertencia de sanción si se transgreden las normas restrictivas ahora dictadas como si no fuéramos adultos y ellos añoraran el poder absoluto que no tienen. Basta repasar las ruedas de prensa diarias del conseller de Interior, Miquel Buch, convertido en ariete de la defensa de los límites, que alcanzó su zénit acotando hasta el paroxismo la celebración de la verbena de San Joan.

Perlas que quedarán para la historia, como las de las discotecas abiertas sin poder bailar, playas accesibles pero no para el baño, niños que no pueden jugar a pelota en las escuelas cuando lo hacen en los parques, control de la temperatura para acceder a recintos como si la fiebre ya solo fuera patrimonio del coronavirus o recomendar mascarilla cuando no se pueda respetar la distancia en la calle y pasar por delante de grupos de personas sentadas en una terraza recuperando, con fervor, la amistad congelada durante eternas semanas mientras sus bocas, abiertas de par en par, lucen a escasos palmos unas de otras.

Son solo algunos ejemplos porque la casuística es infinita. Y si uno es capaz de dejar de lado por un momento el virus del miedo, el peor e insistentemente inoculado, observará que la realidad que comporta la llamada nueva normalidad tiene poco de sentido común y mucho de respuesta a unas decisiones políticas amparadas en recomendaciones científicas, sí, pero políticas al fin. Supo advertirlo desde estas páginas el ministro francés de Educación: “La decisión de reabrir la escuela corresponde a la autoridad política, no a los científicos”. Nadie recuerda haber escuchado frase semejante a ninguno de nuestros mandatarios. Al contrario.

El temor que les embarga es comprensible porque el riesgo que corren es todo. Pero hay días que parecen más secuestrados por sus propias consignas propagandísticas que por el valor que se les supone. Como la del 22 de marzo en el Congreso: “Las medidas de confinamiento son las más drásticas en el entorno europeo”. Ningún líder europeo ha necesitado decirlo.

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