Regreso al planeta Gigamesh pasando por Yuggoth
Las medidas de desescalada permiten adquirir libros en las librerías favoritas, pero con muchas barreras
El largo confinamiento ha provocado un alarmante descenso de lecturas apetecibles en las estanterías de casa. Te puedes reaprovisionar vía mensajero, claro, pero los libros tardan, los repartidores se equivocan de domicilio —el otro día vía a un j. vecino en su terraza leyendo un libro sobre la Segunda Guerra Mundial que había encargado yo— y a veces te llegan los títulos cuando se te han pasado las ganas de leerlos; eso cuando lo que te dejan en el ascensor no es una caja con ropa de Mango de chica... Además está el hecho de que no sé ustedes pero yo ya no aguanto más sin ir de librerías.
...
El largo confinamiento ha provocado un alarmante descenso de lecturas apetecibles en las estanterías de casa. Te puedes reaprovisionar vía mensajero, claro, pero los libros tardan, los repartidores se equivocan de domicilio —el otro día vía a un j. vecino en su terraza leyendo un libro sobre la Segunda Guerra Mundial que había encargado yo— y a veces te llegan los títulos cuando se te han pasado las ganas de leerlos; eso cuando lo que te dejan en el ascensor no es una caja con ropa de Mango de chica... Además está el hecho de que no sé ustedes pero yo ya no aguanto más sin ir de librerías.
El caso es que el martes, tras una jornada particularmente mala, me cogió un deseo irresistible de pillar yo mismo un libro de Lovecraft, el creador de ese universo espantoso de criaturas tan sobrenaturales como extrañas que solo piensas en cometer indescriptibles maldades con nosotros. Lovecraft es una buena compañía para estos días: pasó la mayor parte de su vida autoconfinado en su casa de Providence temiendo el contagio físico y moral de un mundo que le parecía amenazador y alumbró una cosmogonía de monstruosidades que traslucen lo peligroso que es salir allá afuera no ya sin mascarilla sino sin revolver.
Desgraciadamente la última obra de Lovecraft que me quedaba en casa sin abrir era un libro de dibujo (The H. P Lovecraft drawing book, de Nigel Dobbyn, Arcturus, 2018), que sirve para enseñarte a dibujar a sus seres de pesadilla (genial el pulposo Cthulhu en cinco pasos) pero tiene poca chicha literaria. Así que, aprovechando una ventana de desconfinamiento, dirigí mis pasos a la librería Gigamesh, ese famoso paraíso del vicio y la subcultura, como si fuera de paseo a Arkham.
La librería estaba cerrada, claro, pero a través de la reja se podían ver los escaparates rebosantes de libros, juegos y espadas, y al fondo el maravilloso territorio amigo, aunque por ahora prohibido, del establecimiento. Tras suspirar un buen rato y casi caer de rodillas como el coronel Taylor al final de El planeta de los simios, marqué el número de contacto que figuraba en un papel fijado a la reja para hacer compras con cita previa, el sistema que rige ahora. Me extrañó que el prefijo no fuera de Arrakis, Transilvania, Cimmeria o Castle Rock.
“Quería algo de Lovecraft”
Contestó una bonita voz de chica. “Mira, quería algo de Lovecraft, pero lo he leído todo”, dije poniéndome estupendo —como si Lovecraft fuera Proust—, “así que me gustaría un buen pastiche; no sé, ¿tenéis Los nombres muertos de Jesús Cañadas?” (era una prueba para ver con quién hablaba, porque ya lo he leído). “¿La historia de la búsqueda del Necronomicón por Europa? Vaya, me temo que no, está agotado. Pero si quieres te puedo buscar alguna otra cosa”. Estaba de suerte, no solo había dado con una auténtica librera de Gigamesh sino que además podía conversar un rato de Lovecraft. “¿Tienes algo que recomendarme?”, pregunté con el ansia de un yonqui en busca de dosis. “Bueno, no es un pastiche pero yo creo que te gustará: Lago negro de tus ojos, de Guillem López, una cosa muy personal una historia que transcurre en un lugar de Valencia en que aparece una laguna oscura y pasan cosas extrañas”. “¿Y dices que es lovecraftiano?”, interrogué pensando en la pureza del material. “Ajá, algo hay, fíate, es muy bueno”. “Esta bien, me lo voy a quedar. ¿A cuánto va y cómo lo hacemos?”. Me tenía que dar cita, pero le dije que estaba por ahí cerca y acordamos pasarme en unos minutos. Me indicó una puerta secundaria junto a la tienda pintada con una escena de Juego de tronos y me dijo que pulsara un timbre escondido detrás de una columna. ¡Qué emocionante!
Tras hacer un poco de tiempo, llamé. Se abrió la puerta. Era como un almacén de Innsmouth, en la esquina de Lafayette Street con la Mansión Marsh, pero en vez de dar cobijo a la secta de Dagón estaba lleno de libros apilados. Una chica con guantes y mascarilla me entregó mi pedido. Al fondo otra me sonreía: "Es un ejemplar firmado, tienes suerte". Hablamos un rato a distancia. Aún no sabe nadie cuándo podrán abrir. "Nosotros también echamos en falta a la gente revolviendo por la librería".
Me fui feliz con mi bolsa de Gigamesh, sintiendo que, aunque fuera a medias, volvía un poco a mis viejas rutinas. Devoré el libro (son solo 134 páginas), satisfaciendo mi hambre de misterios y terrores lovecraftianos. Es una historia estupenda, con muchas influencias del solitario de Providence (los que susurran, el planeta Yuggoth —ya saben, pasado Neptuno, ojos sin párpados y bocas sin labios en la carne de la noche, protagonista en tratamiento psiquiátrico…), pero no solo, y con una estructura muy contemporánea. Me hizo gracia ver que sale un tipo que se dedica a desinfectar lugares con ropas de protección y mascarilla.
Que sigamos confinados es una faena, desde luego, pero resulta un consuelo que entre las rendijas de las librerías ya se vea luz, y puedas viajar a otros planetas…