Opinión

La nueva normalidad

Tras el estado de alarma podrían seguir vigentes, agazapadas entre tantas leyes existentes, algunas excepciones que confirmarían la regla del pánico creado. Ganas no les faltan a algunos círculos políticos y económicos

Pedro Sánchez este miércoles en el Congreso.

“Puedo prometer y prometo” dijo Adolfo Suarez. Y marcó su vida. Una frase convertida en chascarrillo aunque sólo pretendía combatir los problemas de credibilidad que tenía el entonces presidente español. Fue allá por la transición, cuando el desencanto habitó entre nosotros. Tan deseosos estábamos de alcanzar el cambio anhelado, que para dar consistencia al cartel electoral que decía “UCD cumple” Fernando Ónega le puso música a la idea de convertir la necesidad en virtud. Y así, el entonces redactor de los discursos presidenciales, acabó titulando el libro en el que relata sus años en Moncloa ...

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“Puedo prometer y prometo” dijo Adolfo Suarez. Y marcó su vida. Una frase convertida en chascarrillo aunque sólo pretendía combatir los problemas de credibilidad que tenía el entonces presidente español. Fue allá por la transición, cuando el desencanto habitó entre nosotros. Tan deseosos estábamos de alcanzar el cambio anhelado, que para dar consistencia al cartel electoral que decía “UCD cumple” Fernando Ónega le puso música a la idea de convertir la necesidad en virtud. Y así, el entonces redactor de los discursos presidenciales, acabó titulando el libro en el que relata sus años en Moncloa con el mismo eslogan. Un tiempo aquel en el que el marketing político era tan incipiente que las alocuciones se preparaban a partir de ideas con voluntad de compromiso. Y de estas surgían sentencias que remachaban las propuestas. No al revés, como ahora, que se arma un discurso para dar consistencia al lema ingeniado previamente en laboratorios de artificios. Y al final, no queda nada.

En 1.976, un año antes de aquel discurso tan sonoro, cuando Adolfo Suarez todavía vestía uniforme falangista y era Ministro del Movimiento en el Gobierno de Arias Navarro, ya mostró sus intenciones defendiendo el derecho de asociación política. Y en su primera alocución televisiva sentenció lo que acabaría resumiendo la transición: “elevar a categoría política de normal lo que a nivel de la calle es normal”. La normalidad había de consistir en lo que durante los siguientes cuarenta largos años hemos entendido como el sistema de libertad que disfrutamos. Puede que venido a menos para rupturistas contumaces, pesimistas recalcitrantes y quienes no habían nacido pero infinitamente superior al vivido hasta entonces para cualquiera de los supervivientes que no haya renegado del pasado o siga esperando la revolución pendiente.

El concepto de normalidad está reapareciendo estos días en formato político y remodelado. Falta saber si también redefinido. Lo ha hecho suyo Pedro Sánchez cuando nos habla de desescalada de la curva letal del coronavirus y del proceso de desconfinamiento que empieza el próximo lunes. Y bautiza este período como el de la “nueva normalidad” sin concretar ni su duración ni si eso que iremos asumiendo como habitual, lógico para las peligros que al acecho, al final habrá venido para quedarse.

Corremos pues, el riesgo de recuperar la frase de Suárez e invertirla para que alguien nos acabe decidiendo que lo estipulado en la calle por la fuerza de las circunstancias debe elevarse a normal en las próximas revisiones legislativas. Así, levantado el estado de alarma podrían seguir vigentes, agazapadas entre las cien mil leyes existentes hoy en España, algunas excepciones que confirmarían la regla del pánico creado. Ganas no les faltan a determinados círculos políticos y económicos. A todos los niveles.

Un informe publicado esta semana por la Fundacón alemana Bertelsman Siftung alerta de la erosión lenta pero progresiva de la democracia en algunos países de Europa del Este y América Latina. Y que algunos de sus gobernantes están aprovechando la crisis del Covid19 para acaparar más poder y acallar las voces más críticas. Por otra parte, las alternativas de futuro que los pensadores de referencia destilan estos días juegan con la disyuntiva entre una mayor socialización global o un nuevo encierro local. Recuperadas las fronteras, nos sentiríamos más sólidos nacionalmente, robustos patrióticamente pero intolerantes socialmente. De ser esto, el caldo que nos dejaría el pangolín transmisor no habría quedado solo en el brebaje tradicional que consumen algunas poblaciones orientales sino que sería el caldo de cultivo que serviría de gran excusa para no correr más riesgos colectivos a costa de recortar derechos individuales.

Alguna luz ámbar se ha encendido entre nosotros por determinados comportamientos policiales que actúan al amparo de la polémica y excesiva “ley mordaza”. Sindicatos uniformados habrían pedido que no les limitaran ni flexibilizaran su aplicación aun estando vigente. Habrían intentado neutralizar así el compromiso político del gobierno actual de derogarla. En Catalunya, no consta desmentido a la información aportada por SER Catalunya de que la cúpula de los Mossos habría instado a los agentes a hacer constar la desobediencia en las denuncias extendidas a los ciudadanos acusados de saltarse el confinamiento. Un “pequeño detalle” que blindaría a la administración ante los recursos posibles por considerar que la ley de alarma no equivale a la de excepción bajo la cual salir de casa sin justificación suponga delito alguno.

Y luego están las consecuencias económicas que arrastraremos largamente y que pueden seguir empobreciendo a buena parte de la población como sucedió con la crisis precedente. La financiera. La que motivó a un afamado banquero advertir: “que la recuperación se consolide no significa un retorno a la normalidad si por normalidad se entiende los años que precedieron a la crisis. Las secuelas tardarán en desaparecer”. Y se consolidó entonces la nueva normalidad sobre la que reescribir ahora la nueva normalidad.

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