Opinión

La desaparición de los cuerpos

Cuando el Estado se pone a dar órdenes “por nuestro bien” y lo hace además reforzado por una abusiva utilización de la legitimidad científica da miedo

Un banco en un parque infantil, invadido por la vegetación durante el confinamiento.Cristobal Castro

Dice Richard Sennett que “las estructuras del poder explotan las crisis, las utilizan para legitimar un control ampliado”. Y es evidente que el pánico es un aliado esencial de estas inercias invasivas. ¿Por qué, en casi todo el mundo, la ciudadanía ha aceptado sin rechistar una restricción brutal de libertades básicas? Es una pregunta que no me cansaré de repetir por mucho que pueda parecer un ejercicio de insensibilidad o incluso una provocación. No podemos dejar que caiga en el olvido porque en ella está el germen de lo que será el día después.

Hace ya seis años, en un artículo en ...

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Dice Richard Sennett que “las estructuras del poder explotan las crisis, las utilizan para legitimar un control ampliado”. Y es evidente que el pánico es un aliado esencial de estas inercias invasivas. ¿Por qué, en casi todo el mundo, la ciudadanía ha aceptado sin rechistar una restricción brutal de libertades básicas? Es una pregunta que no me cansaré de repetir por mucho que pueda parecer un ejercicio de insensibilidad o incluso una provocación. No podemos dejar que caiga en el olvido porque en ella está el germen de lo que será el día después.

Hace ya seis años, en un artículo en La Maleta de Portbou (¿Contemporáneos de quién?), Santiago Alba Rico recordaba que en el Angelus Novus benjaminiano, “absorbidos por el futuro veíamos como el pasado se llenaba de escombros y ruinas”. Y añadía: “Ahora el futuro viene hacia nosotros cargado de escombros y ruinas previamente manufacturados, alojados allí desde el principio de los tiempos y, como una cadena de montaje averiada, nos va trayendo sus abortos”. El final de este trayecto ha sido la brutal irrupción de un virus —una mutación más en esta inmensa familia de acompañantes eternos de la vida animal sobre la tierra— que ha provocado la decisión en cadena de detener de golpe y por completo la vida social.

La aparición de animales ajenos a la vida urbana en nuestras calles desiertas y los primeros indicios de ocupación de espacios por parte de las plantas, que desafían el control de la jardinería, son una interpelación que nos manda la naturaleza que no pierde resquicio por el que colarse. ¿Y ahora qué? La capacidad de la especie humana de acomodarse a cualquier circunstancia —factor de resistencia, pero también de fragilidad— puede hacer las limitaciones llevaderas, asumiendo con normalidad la prolongación de limitaciones de derechos que sólo se justifican por su excepcionalidad.

Decía Raymond Queneau en su Tratado de las virtudes democráticas que una sociedad determinada la aceptan con naturalidad “aquellos que se benefician de ella, aquellos que no sufren demasiado, aquellos que les gusta sufrir y aquellos que tienen otras cosas que hacer”. Son las muy extensas bases de la servidumbre voluntaria. Del número de ciudadanos que sumen estas cuatro figuras depende la estabilidad de una situación social determinada. Uno querría crear que la suma no sale en la sociedad confinada y que la mayoría están deseando salir corriendo. Pero no es evidente. Sorprende la naturalidad con que la gente da por supuesto que habrá restricciones para rato. “El mundo ha cambiado y quizás nunca más estrechamos la mano o besemos a las personas que encontramos”, he oído decir a menudo estos días. Y el tono revelaba siempre orgullosa resignación. Es “la distancia social” convertida en palabra mágica. Distancia social es una contradicción en los términos: lo social no se construye en la distancia sino en la proximidad. ¿El confinamiento como ensayo de la desaparición de los cuerpos en el seno de los robots y otras prótesis tecnológicas? Precisamente son las cifras de muertos invisibles (cuerpos que se van sin despida) la fuerza masiva de contención.

Cuando el Estado se pone a dar órdenes “por nuestro bien” y lo hace además reforzado por una abusiva utilización de la legitimidad científica da miedo. ¿Ni siquiera nos queda la libertad de decidir sobre nuestro propio bien? Es más, parece que en el postconfinamiento la capacidad de decidir por sí mismo será decretada selectiva, excluyendo a determinados sectores sociales, empezando por la gente mayor, por supuesto. Y, sin embargo, habrá que rehacer camino y no basta para ello con cálculos sanitarios y económicos, hay que contar con esta rara cosa que llamamos libertad y que es esencial para que podamos escribir nuestro destino. Mucha gente ha muerto luchando por ella.

Ahora que el futuro nos ha caído encima, quedan dos caminos: que en la secuencia del miedo y el pánico las inercias autoritarias se desplieguen y la democracia se haya ido sin que nadie sepa cómo ha sido; o que se devuelva la responsabilidad a la ciudadanía y las democracias retomen impulso para reconstruir los destrozos generados por el acelerado y suicida presente continúo en el que vivíamos. Desde la caída del muro de Berlín han proliferado los muros para impedir entradas no deseadas y reforzar las distancias entre el bienestar y la pobreza. Al final hemos acabado todos encerrados en casa. Y no es una novela.

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