Paseando a Wilson

Wilson es un perro de aguas portugués de cuatro meses y se ha convertido en mi tabla de salvamento. Le cuento todo lo que pienso. No necesito hacer yoga ni meditar ni aprender a cocinar cookies

Una imagen de Tom Hanks en la película Náufragos. En primer plano, la pelota de la marca Wilson.

Las pandemias infectan nuestro mundo y ponen de manifiesto los fallos, también las bondades, de las sociedades en que vivimos. Sale lo peor y lo mejor de nuestro sistema económico y social. De lo que somos. De repente, una frase, un gesto, un exceso te convierte en alguien que no quieres ser. O en alguien mejor. Te oyes en medio del silencio. Hasta ves, cuando sales a comprar el pan, al vecino que nunca antes habías visto. Sientes demasiado. Haces esfuerzos para que la rabia no te alcance. Y que el sonido de las cacerolas no te nuble la cabeza. Aplaudes a los médicos, al personal sanitario; gr...

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Las pandemias infectan nuestro mundo y ponen de manifiesto los fallos, también las bondades, de las sociedades en que vivimos. Sale lo peor y lo mejor de nuestro sistema económico y social. De lo que somos. De repente, una frase, un gesto, un exceso te convierte en alguien que no quieres ser. O en alguien mejor. Te oyes en medio del silencio. Hasta ves, cuando sales a comprar el pan, al vecino que nunca antes habías visto. Sientes demasiado. Haces esfuerzos para que la rabia no te alcance. Y que el sonido de las cacerolas no te nuble la cabeza. Aplaudes a los médicos, al personal sanitario; gritas “bravo” o “visca”, dependiendo del momento. En estos pocos días de confinamiento, de miedo por mi hija doctora, por mi hijo teletrabajando en México, por mi madre atada a su oxígeno, por un marido aislado en el Alentejo, me siento afortunada. Tengo a Wilson.

Wilson es un perro de aguas portugués. Tiene cuatro meses. Es negro con pezuñas delanteras blancas; parece que lleva calcetines. La médica de casa le puso el nombre en honor a la pelota con la que conversaba Tom Hanks en Náufragos. Una premonición. Se ha convertido en mi tabla de salvamento. Le cuento lo que pienso y me responde mordiéndome los tobillos. No necesito hacer yoga ni meditar ni aprender a cocinar cookies. Puedo salir a la calle a pasear a Wilson.

Estamos haciendo todos un cursillo intensivo de aprender a vivir con lo que hay y de tragarte las quejas

Paseo sin mascarilla —para cuando la necesitaba ya no quedaba ni una en la farmacia— y con guantes del supermercado. Comparo mi situación con la de otros y me tapo la boca con un viejo pañuelo que lavo todos los días. Mi hija y mi yerno, ambos asignados al Covid-19, llevan mascarillas quirúrgicas sencillas y andan esperando, como tantos otros médicos y personal sanitario, el famoso EPI (equipamiento de protección individual). Estamos todos haciendo un cursillo intensivo de aprende a vivir con lo que hay, de tragarte las quejas antes de quedar como el más tonto de la pandemia.

Wilson se ha convertido en un bien preciado. Llevo varias ofertas en Facebook para pasearlo. Si el coronavirus y el aislamiento duran mucho, los corredores desesperados nos harán propuestas en firme. Mi cachorro nació en un pueblo cercano a Lisboa, pero su raza es propia del Algarve. Sus bisabuelos, antes de que la raza estuviera en peligro de extinción, salían a pescar en el Atlántico. Eran buenos y listos y los pescadores les pagaban el jornal con pescado. Salario variable; si no pescaban, no comían. La entrada en la Unión Europea y la innovación de la pesca tuvieron un efecto devastador. Casi desaparecen.

Verónica y Lidia, dos señoras latinoamericanas, no pueden quedarse en casa: necesitan el dinero; les pagan en negro

Cuando salimos a echar la meadita, nos cruzamos con otras personas. No muchas, al contrario de los maldicientes electoralistas de las redes, que critican a todo el que se mueve. Han olvidado que fueron sus partidos quienes recortaron el presupuesto de la Sanidad pública.

En la noche del domingo solo charlamos, manteniendo las distancias, con dos señoras latinoamericanas que esperaban el autobús. Verónica y Lidia intentaban volver a casa. Trabajan, respectivamente, limpiando en un domicilio y cuidando a una anciana. No pueden quedarse en su piso porque necesitan el dinero; les pagan por horas, en negro. En España hay, oficialmente, 501.000 mujeres y 78.000 hombres empleados en hogares particulares, cuidando ancianos o familias. A esas personas les toca ver el peor lado de la luna, el de la avaricia. Los abogados laboralistas no dan un dictamen claro sobre cómo afrontar la situación y aconsejan que las familias empleadoras lleguen a acuerdos privados. ¿Bastará con eso? Propongamos un masivo: “paguen a los trabajadores de la limpieza para que puedan quedarse en su piso con sus familias”.

Al margen del esfuerzo público, del dinero del Estado, cabe exigir apoyo privado. Ayudar a que sobrevivan algunos de los que nos rodean depende de cada uno de nosotros. Formamos parte, como resume el filósofo Daniel Innerarity, “de una comunidad de afectados por el virus y deberíamos ser más capaces de compartir tanto el discurso como sus soluciones”. Aunque parezca mentira, hay personas y políticos —ni siquiera me apetece nombrarlos— que siguen acusando al de al lado. En medio de una pandemia, qué tal si nos dedicáramos a encontrar soluciones, a colaborar.

En la frutería vecina pone en letras rojas, “entren de uno en uno”. Wilson ladra atado en el exterior. Entra un señor con dos niñas y la dueña le señala el letrero. “¿Es por mi seguridad o por la suya?”, le suelta el tonto de turno. “Por la de todos”, responde ella. Pues eso. Y a ver si llegan los EPI’s y las mascarillas para quienes luchan en la trinchera.

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