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Fotos para no olvidar: regreso a la zona cero de la dana un año después

EL PAÍS muestra cómo han cambiado Letur y los pueblos de Valencia donde se tomaron algunas de las imágenes más icónicas de la tragedia

A veces la memoria es, necesariamente, selectiva. Uno no recuerda dónde dejó aparcado el coche, pero sí el dibujo exacto de la herida que le hizo la primera vez al rozar con esa maldita columna del garaje. Dicen los expertos que, después de una situación traumática, el cerebro puede borrar los recuerdos dolorosos, como un mecanismo de protección. Pero eso no explica, sin embargo, por qué cuando uno se va a dormir escucha todavía los cláxones afónicos de los coches debajo del agua, cómo se mantiene entonces en la pituitaria el olor a podrido, que tiemble cuando escucha llover. Hay sonidos, olores e imágenes que sencillamente no se van, igual que ese lodo que tardó en secarse, convertido en polvo sepia finísimo, que cubre como un manto cada acera de los pueblos inundados por la dana que arrasó L’Horta Sud de Valencia hace un año.

Hay imágenes que muchos preferirían olvidar, pero no se puede. Son fotos que huelen, que ensucian. Que sirvieron para que la gente del otro lado del río, y más allá, se hiciera al menos una idea de la debacle. Los obturadores llegaron los primeros días donde no llegaban las palabras. No es fácil explicar cómo a un puñado de kilómetros de una terraza donde unos jóvenes empinaban quintos de cerveza al sol, un monstruo parecía haber devorado la tierra.

Decenas de reporteros, muchos llegados de diferentes partes del mundo, y toda la prensa nacional, trató de explicarse primero cómo era posible que un barranco desbordado pudiera haber devastado tanta superficie. Y caminaban por esos sitios mirando boquiabiertos una montaña de 12 pisos de coches, fachadas arrancadas, árboles empalando un salón. No entendían nada. Llamaban a sus editores: cómo le iban a llamar inundación a algo que parecía un tsunami. Por qué hablaban de riada, si ahí no había un río. Qué demonios era una dana.

El escritor valenciano Santiago Posteguillo tenía que impartir una conferencia sobre la herencia romana en Hispania en un auditorio del Senado 17 días después de la tragedia. Y, mientras trataba de seguir con su discurso, a la mente le venía la ola que había arrancado el portal de su edificio en Paiporta y la violenta soledad de una madre que velaba el cadáver de su hija en medio de una plaza. Posteguillo interrumpió su conferencia y señaló a España: “Al tercer amanecer no había venido nadie...”. Esa impotencia, ese nivel de desesperación, se encarnan en la presencia de un hombre solo, agotado, que se aprieta el rostro con la mano, que camina cargado de bolsas, como cientos de vecinos esos días, a unos pocos kilómetros de la casa del escritor, a la altura del número 20 de la calle Crescencio Chapa, en Catarroja. El retrato del abandono, que llegó antes que ningún discurso ni reportaje, la tomó el fotógrafo Samuel Sánchez. Hoy, unos albañiles trabajan a destajo, según muestra Óscar Corral.

“A primera vista, cuesta ver que se trata de un piano con la boca abierta, como si le faltara la respiración”, escribía Juan José Millás en este diario sobre esta fotografía tomada en la entrada de una casa de Aldaia por Albert Garcia. Ahora el artículo de Millás está enmarcado en el salón de la casa de Lupe Murcia y Miguel Ramírez. El piano, que parecía un ataúd que mostraba los dientes, acabó, como pronosticaba el escritor, en un vertedero. En el mismo tiradero que equiparaba a granel ramas, coches, muebles y recuerdos. Ahora tienen otro que les donó el músico valenciano Rei Ortolá, cuentan.

Si ese hombre no se hubiera subido a esos coches en Sedaví y Biel Aliño (fotógrafo de Efe) no hubiera tomado esa foto desde el balcón de un cuarto piso, ningún texto hubiera alcanzado para dimensionar de qué estábamos hablando cuando decíamos que lo que estaban viviendo los valencianos era un infierno. En una calle donde ahora es imposible encontrar un lugar de aparcamiento, con la mitad de garajes todavía sin funcionar, ese día era un tapón de vehículos amontonados. Cuenta Corral que, en el rellano del cuarto piso donde Aliño disparó, hay todavía un carrito de bebé lleno de barro. Ya no vive nadie.

A Teresa Alba casi se le mete el coche en el salón. El vehículo estaba en el garaje, explicaba entonces, en una imagen tomada por Albert Garcia en Paiporta. El morro de ese Opel gris amenazaba desde la puerta principal. Para entender lo que sucedió en esa casa es necesario recordar, por eso Alba, que ha reformado toda la vivienda, ha decidido dejar una esquina sin pintar. Una huella que tiene todavía barro de hasta dónde llegó el agua, que cubrió casi los dos metros de esta planta baja.

En este pueblo de Albacete, que no llega a 1.000 habitantes, que en invierno no pasea un alma y en verano se llena de nietos que corretean por sus calles, murieron seis personas. Un río espontáneo que se alimentó en la montaña arrambló cuesta abajo, como si ahí no estuviera Letur, sus calles, su puente, su arroyo, su mirador, sus casas. La tromba chocó directa contra esta esquina y tuvieron que ser derribadas hasta 13 casas. Claudio Álvarez llegó hasta ahí antes de que una autoridad señalara el peligro de caminar por el casco antiguo. Alfonso Durán ha retratado cómo ese rincón ya nunca será como antes.

En este punto del barranco de Chiva (Valencia), que lleva el nombre de la localidad, parece como si la reconstrucción hubiera consistido en barrer cascotes, borrar las ruinas. La tromba mordió la primera planta y dejó a la vista sus tripas: su estantería, su cómoda, su mueble de la televisión, una maleta. Ahora simplemente hay un hueco, un solar, según muestra la foto de Óscar Corral.

A unos 30 kilómetros de ahí, el torrente de agua de la misma rambla tumbó un puente y dividió un pueblo en dos. En un lado, el Mercadona había abierto y era el único supermercado no solo de Picanya, sino de los 20 kilómetros a la redonda, que había logrado hacerlo en tiempo récord: tres semanas después de la catástrofe. Y esa gente agotada de mover el barro de los garajes y las plantas bajas necesitaba comer algo más que no fuese atún. Necesitaba también dejar de hacer una cola caritativa. Unos operarios, con la ayuda de vecinos, colocaron unos bloques que hicieron de pasarela entre un lado y otro de la localidad. La imagen la tomó entonces Massimiliano Minocri. Y ahora, las retroexcavadoras tratan de reponer una grieta que se resiste a cerrar en el pueblo.

También en Picanya, una mujer se ponía las manos en la cintura después de llevar días sin descanso, sumergida de rodillas para abajo en el hoyo podrido y oscuro del garaje, para sacar el maldito lodo. Al principio, pensaron que si echaban más agua iba a ser más sencillo retirarlo. Y resulta que, como recomendaron los expertos semanas después, era mejor dejar que se secara. Quién sabía de lodos en esos días. Esa masa pesada era imposible de vaciar con ninguna máquina disponible y había que retirarla entonces a mano. En la misma esquina donde esta joven trataba de respirar aire limpio, donde decenas de voluntarios vestidos como ella acudieron con la fuerza de sus manos cargando cubos, otros jóvenes vuelven ahora del instituto. Las dos imágenes han sido tomadas por Óscar Corral.

Las riadas de voluntarios que se organizaron en las calles antes de que las autoridades, tanto estatales como autonómicas lo hicieran, las observaba una vecina de bata azul desde el balcón del primer piso de este bloque de viviendas de obra pública de Alfafar. Y esa calle, de repente, era mucho más ancha cuando la fotografió Claudio Álvarez que cuando la ha revisitado Óscar Corral. Cómo era posible que cupiera tanta gente, tantos coches, tanta ayuda en una sola vía. Un vecino le cuenta a Corral que la mujer sigue saliendo al balcón, aunque las vistas no se parezcan nada a las de esos días.

Los túneles como este entre Benetússer y Alfafar, así como los parkings, se convirtieron en una ratonera. En sus entradas se concentraron los peores temores en los primeros días, cuánta gente había podido quedar atrapada bajo tierra, sin salida. Entraban bomberos con el lodo al cuello, buzos, en busca de personas muertas, quizá supervivientes. En la entrada de este, una imagen tomada por Claudio Álvarez, un hombre inmortalizaba una imagen imposible. La otra, la que tiene sentido, con los coches circulando con normalidad, como pasaba solo al cruzar el río, como realmente tiene sentido, la observan ahora, un año después del lodo. Por Óscar Corral.

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