El día que la tragedia viene a buscarte, y estás solo

“Nos hemos sentido abandonados”, lamenta un vecino de Paiporta afectado por la riada

Un joven camina por una calle llena de barro del centro de Paiporta este domingo.Albert Garcia

Hace unos años, el periodista italiano de La Stampa Domenico Quirico fue secuestrado en Siria. Más de 150 días en los que sus captores, un grupo rebelde de origen islamista, le pegaron, lo humillaron, le arrojaron las sobras de su propia comida como si fuera un perro callejero y hasta en un par de ocasiones simularon su fusilamiento. Cuando, en diciembre de 2013, fue puesto por fin en libertad, Quirico declaró que, durante aquellos cinco meses tan duros, nunca flaqueó su convencim...

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Hace unos años, el periodista italiano de La Stampa Domenico Quirico fue secuestrado en Siria. Más de 150 días en los que sus captores, un grupo rebelde de origen islamista, le pegaron, lo humillaron, le arrojaron las sobras de su propia comida como si fuera un perro callejero y hasta en un par de ocasiones simularon su fusilamiento. Cuando, en diciembre de 2013, fue puesto por fin en libertad, Quirico declaró que, durante aquellos cinco meses tan duros, nunca flaqueó su convencimiento de que Italia no lo abandonaría: “Ningún gobierno italiano de los últimos 20 años, fuera de izquierda o de derecha, ha abandonado jamás a sus ciudadanos en dificultad. Jamás. Es un gran mérito de mi país. Yo he sido liberado porque existe el Estado italiano”.

Vicente, el vecino del número 84 de la calle San José de Paiporta, sí se siente abandonado por su Estado. Ignacio, el del número 29, también. Y Jesús David, que vive en la calle San Roque, piensa lo mismo. Al igual que, un día antes, en Catarroja, lo expresaba —a ratos conteniendo la emoción y a ratos sujetando la rabia—Chelo, la vecina del número 10 de la calle Crescencio Chapa. No son activistas políticos, y ni siquiera hacen alusión expresa a Pedro Sánchez o a Carlos Mazón, pero después de relatar las horas tan duras que pasaron la noche de la riada, de señalar la marca de más de dos metros de altura que dejó el agua sucia en los cuadros de la pared —la foto de los abuelos de Vicente, la de la hija de Ignacio vestida de fallera…—; tras hacer el recuento de los vecinos y los familiares muertos —”la anciana de aquí al lado falleció ahogada y tardaron tres días en encontrarla”—; solo después de repetir una y otra vez “no, gracias” a los jóvenes que, con palas o con rastrillos, con un fonendo colgado al cuello o con mascarillas y botellas de agua, se ofrecen a echarles una mano —”¿necesitáis algo?, ¿podemos ayudar?”—, solo entonces, y sin que medien más preguntas que la escucha atenta, confiesan: “Nos hemos sentido solos, abandonados. Si no hubiera sido por estos chavales, qué solos hubiéramos estado”.

Ocho días después de la gran riada, lo que se observa en Paiporta son dos círculos concéntricos de ayuda. En el de fuera: un aluvión de policías locales, nacionales, guardias civiles, alguna pareja de ­ertzainas, soldados de la Unidad Militar de Emergencias, tanquetas, puestos de mando… En el círculo interior o, dicho de otro modo, en las calles más afectadas del centro, donde los muebles inservibles y el fango siguen formando montañas que apenas permiten el paso, ahí, inclinados sobre un olor de podredumbre cada vez más intenso, cientos de voluntarios, la mayoría muy jóvenes, se siguen afanando en borrar las huellas de la riada.

Ignacio cuenta que ni él ni su mujer estaban en su casa de Paiporta la noche de la riada, pero que cuando regresaron, dos días después, hubo algo que les llamó la atención incluso más que los destrozos. El silencio. La imagen de sus vecinos caminando en silencio, sin rumbo, algunos llorando, conmocionados todavía por lo que había pasado. “Me acuerdo de que hace unos días, cuando vimos en la televisión aquel pueblo de Italia que quedó arrasado, le dije a mi mujer, mira qué lástima de gente… Pues ahora es lo mismo. Nunca crees que te vaya a pasar a ti, y ahora la tragedia de los demás es la tuya. Pero lo que nunca puedes llegar a imaginar es que, en una situación así, el Estado desaparezca”.

A las dos de la tarde, justo en el límite de los dos círculos, el de los uniformes y el de los jóvenes armados de palas y rastrillos, hay una mujer parada en una esquina. Es pelirroja, lleva una mascarilla y sujeta un móvil en una mano y una botella de agua en la otra. Parece desorientada.

—¿Le ocurre algo?

—No sé. He venido de Mislata a ayudar, pero no esperaba que esto fuera así. Había visto las imágenes, pero es mucho peor.

Se llama María y, como los vecinos de Paiporta aquella noche en que la tragedia vino a buscarlos, se siente sola y asustada.

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