Ahogados por el Levante Feliz
El pueblo valenciano, tan reconocido fuera por su relación mágica con el fuego, está mucho más íntimamente marcado por su relación freudiana con el agua, tal y como cantaba Raimon: ‘Al meu país la pluja no sap ploure’
Bracero. Yo no sabía qué significaba esa palabra, pero había que escribirla cada otoño en la beca escolar para detallar el oficio del padre. Bracero. Muchos años después supe que es así como denomina el diccionario a un jornalero no cualificado que trabaja en el campo. Un peón que vive de su brazo; pura sinécdoque sin piedad. No un hombre: apenas un brazo, nada más. Sin embargo, mi padre era mucho más que esos brazos que cada mañana recogían naranja, la sacaban en cajones y la veían marchar en polvorientos camiones. Mi padre era –todavía es– un hombre de campo muy cualificado, un maestr...
Bracero. Yo no sabía qué significaba esa palabra, pero había que escribirla cada otoño en la beca escolar para detallar el oficio del padre. Bracero. Muchos años después supe que es así como denomina el diccionario a un jornalero no cualificado que trabaja en el campo. Un peón que vive de su brazo; pura sinécdoque sin piedad. No un hombre: apenas un brazo, nada más. Sin embargo, mi padre era mucho más que esos brazos que cada mañana recogían naranja, la sacaban en cajones y la veían marchar en polvorientos camiones. Mi padre era –todavía es– un hombre de campo muy cualificado, un maestro vocacional en cultivar toda clase de fruta y verdura en su pequeño bancal. Ahora lo recuerdo tantos días de mi infancia mirando, serio, por la ventana. Con la vista puesta en el cielo y murmurando esperanzas o temores.
Por el cielo no asomaba aquello que tanto necesitaba su campo: el agua.
Por el cielo asomaba aquello que lo dejaba sin el jornal del día: el agua.
Por el cielo podía asomar aquello que todo lo destrozaba: el agua.
Al meu país la pluja no sap ploure, canta Raimon. Es una forma poética de resumir el sentimiento que inquieta a cualquier agricultor de aquí. Lo que lleva inscrito en su memoria colectiva este pueblo, el valenciano, tan reconocido fuera por su relación mágica con el fuego, pero que está mucho más íntimamente marcado por su relación freudiana con el agua.
Fallas y barro. Sobre todo barro.
Sorolla y Blasco. Sus óleos son ya un cliché petrificado, inamovible; pura iconografía de nuestra tierra. El agua límpida, las olas suaves, la espuma blanquísima, el paisaje brillante, la plenitud de color entre niños rollizos y ropas que parecen gasas: la alegría de vivir reflejada en el mar de València.
Sorolla retrató un agua mansa, desbordante de luz, transparente, inofensiva. Todo precioso. También peligroso. Porque contribuyó a asentar la imagen de un estereotipo interesado y falaz: el Levante Feliz. València entendida como edén natural carente de problemas: playas, huerta, sol, música, gente abierta y alegre; el paraíso donde no cabe el conflicto que asimilamos con Euskadi, Catalunya, la Asturias minera o incluso el campo andaluz. Así arranca el himno oficioso de la ciudad: Valencia es la tierra de las flores, de la luz y del amor. La blanca barraca, la flor del naranjo, la huerta surtida de almendros en flor. El Túria de plata, el cielo turquesa, el sol valenciano, van diciendo amor. Esa ha sido la banda sonora impostada. Y mientras, el agua mansa de Sorolla envolvía, como líquido amniótico, la iconografía de ese concepto del Levante Feliz tan extendido por cierta prensa madrileña, ayer y hoy, y demasiado autoasimilado por ese pueblo tan supuesta y mentirosamente feliz.
Pero la realidad no es el pincel embaucador de Sorolla, mero deleite para la mirada forastera; esa que dice Jávea y solo conoce la Gandia veraniega. La realidad, la que de verdad se agarra al tuétano de nuestra tierra y de nuestras gentes, se acerca más a la pluma tremendista de Blasco Ibáñez. La que enciende de miseria, venganzas y conflictos la vega de La barraca. La que se proyecta tras las tensiones y los abusos frente a una naturaleza siempre exigua en Cañas y barro. El agua como fuente de conflicto y de disputa; de problemas y de miedo. Siempre el agua y el miedo. Y el Tribunal de las Aguas poniendo paz en el fuego de las pasiones que siempre ha encendido aquí el derecho al agua: desde las acequias de origen islámico, que aún hoy trazan la cartografía venosa de nuestra tierra, hasta llegar a los trasvases, con tanta demagogia política y vísceras populistas, de nuestros días.
Ahí se hunde nuestra relación con el agua. En la obsesión por la escasez. En el miedo ante su poder destructor.
Lujo agrícola: Tindre dret a aigua.
Refrán habitual: Fer més mal que una pedregà.
El trauma. Cuando la pandemia comenzó, aquí se recordó la riuada del Túria y la pantanada de Tous. Ese es el trauma que el agua destructora había dejado en el relato de la València del siglo XX. Equiparable a los inicios de una pandemia con diez mil muertos.
Esa era nuestra escala de la devastación dolorosa, de la solidaridad inquebrantable, de la capacidad de resistencia y superación de un pueblo, el valenciano, ese al que el conde-duque de Olivares llamaba muelle. Es decir, inconstante. Por tanto, maleable, manipulable. Aquí lo llamamos meninfotisme; forma indígena de llamar al pasotismo.
Esa es también nuestra memoria del agua: los ochenta muertos por la riada del Túria en la València franquista del 57 y las rayas pintadas en las paredes que todavía hoy recuerdan: Hasta aquí llegó la riada; los casi cuarenta muertos por el desbordamiento del Xúquer en el 82 con un escenario dantesco que fue pasando de pueblo en pueblo en una época de walkie-talkies y radioaficionados.
Nos hemos pasado la vida, todos los valencianos hoy vivos, hablando o escuchando acerca de esas dos tragedias: la riuada y la pantanada. ¿Y ahora, qué? ¿Cuál será la hendidura anímica que deje el inmenso dolor de esta catástrofe, con imágenes terroríficas que son más propias de Indonesia que de España? ¿Cómo nos levantaremos de esta?
Habrá una derivada política; siempre la ha habido. Solo hay que recordar el famoso discurso del periodista Martín Domínguez, titulado “Valencia, la Gran Silenciada”, y su valiente arenga en pleno franquismo: “Cuando los hombres callan, ¡hasta las piedras hablan!”. No parece que los hombres y las mujeres de hoy vayan a callar. No hay Levante Feliz. Nunca lo hubo. Era –es– una trampa. A veces mortal. Hoy hablan las piedras derribadas, y las casas destrozadas, y los amasijos de coches amontonados, y los cadáveres engullidos por quién sabe qué agua, que no es la apacible de Sorolla. Es la que temen, desde siempre, los braceros que miran por la ventana. El agua que habita en nuestros genes. La que siempre nos da vida y, a veces, nos mata.