Un amanecer de saqueos, coches flotantes y 12 caballos deshidratados en el polígono comercial de Alfafar
El aparcamiento del centro comercial es una piscina de coches, y el interior del supermercado un bazar gratuito para los más avispados
Mañana parece otro mundo, uno imposible de imaginar. De madrugada, La V-31, la autovía de entrada a Valencia también conocida como Pista de Silla, es una pasarela de agua con camiones apilados, unos encima de otros. Hay luciérnagas en la oscuridad —la luz continúa cortada desde el martes por la tarde— que son en realidad personas aisladas o en grupos pequeños a quienes se le presupone un buen motivo para caminar...
Mañana parece otro mundo, uno imposible de imaginar. De madrugada, La V-31, la autovía de entrada a Valencia también conocida como Pista de Silla, es una pasarela de agua con camiones apilados, unos encima de otros. Hay luciérnagas en la oscuridad —la luz continúa cortada desde el martes por la tarde— que son en realidad personas aisladas o en grupos pequeños a quienes se le presupone un buen motivo para caminar a tientas entre la destrucción en lugar de permanecer en sus casas. En el centro de la ciudad el parking dejará de ser gratuito a las nueve de la mañana, pero las grúas de tráfico dirigirán sus esfuerzos en otra dirección durante la jornada del jueves. Empezarán como se empiezan las cosas, por el principio, e intentarán llegar, coche a coche, camión a camión, hasta el último vehículo. Aunque es imposible, la V-31 es una odisea inabarcable al amanecer. Los muertos en la provincia ascienden al menos a 155.
Francisco Pérez, un jubilado de 64 años que vive en el corazón de Alfafar (21.879 habitantes, Valencia), dice que no aguanta un día más sin pan. El hombre camina solo por el arcén de la carretera, con las manos en el aire en una especie de equilibro continuo y la voluntad de llegar a Sedaví, otro municipio también afectado por las inundaciones a dos kilómetros de distancia. “Me han dicho que hay barras del día, a ver si alguna baguette... Yo no lo sé, porque sin luz en casa no hemos podido ver la televisión. Somos los que más cerca estamos y los que menos nos enteramos”, sostiene Pérez.
Antes de las ocho de la mañana, una pequeña avanzadilla de personas comienza a acercarse al polígono comercial de Alfafar. Los primeros locales son grandes concesionarios con las cristaleras estalladas. José Manuel Caballero Lita, de 50 años, residente en la Malvarrosa, llega en su motocicleta hasta la puerta del que hasta hace 48 horas era su trabajo. Este pintor se marchó el martes a las 18.30 con el placer del deber cumplido tras dejar casi impoluto un Mitsubishi Space Star en la cabina de pintura. Ha llegado provisto de una lata de atún y algunas rebanadas de pan de molde. Dentro tiene dos kiwis, un yogur y algo de lasaña. “He venido para ver si terminaba la faena, que me quedó por acabar el capó”, comenta. Al levantar la mirada del volante, se da cuenta la magnitud real de lo que tiene delante. “Estoy desplomado no, lo siguiente”, reconoce sin bajarse del ciclomotor y comprobar la tragedia.
A los pocos minutos llegan los dos superiores del pintor, Rafael Moreno, de 55 años, el gerente del concesionario, y Juan Antonio de Angulo, el jefe de ventas, de 57 años. Ambos se han presentado, según ellos, para “hacer las fotos que enviarán al seguro”. Entran casi de la mano y una vez dentro se separan para comprobar los desperfectos. El agua acumulada, mezclada con el aceite de los coches, les cubre por encima de los tobillos. En las paredes se mantienen las huellas de la inundación, que superó los dos metros de altura. Su flota de coches de alta gama tienen las puertas de los maleteros abiertas y parecen dictados para sentencia. Los bidones vaciados flotan de un lado a otro. No es momento para grandes reflexiones. El trío de hombres comparten por separado las mismas expresiones. “¡Madre de Dios! No entiendo nada”, grita José Manuel al encontrarse con el Mitsubishi blanco. Rafael y Juan Antonio, por su parte, han recorrido ya los 200 metros de nave cuando recuerdan que se les olvida una cosa importante: la caja fuerte. No habrá más de 1.000 o 2.000 euros en billetes muy dañados. “Yo creo que todavía valen”, le dice Juan.
Los arcenes de la V-31 son una historia sin fin. En cada coche, en cada esquina, alguien tiene algo que contar. Son pequeños grupos de gente que se amontonan y consuelan unos a otros, aunque el gran flujo de personas se encuentra un poco más al fondo, en el Carrefour. Allí el parking es una piscina de coches, y el interior del supermercado un bazar gratuito para los más avispados. Casi rendido, Juan Carlos, de 53 años, trata de avisar el Opel que terminó de pagarla la semana pasada con último cargo de 11.000 euros. “Es como si aquí se acabara todo. ¿Cómo te repones de esto?”, se pregunta a sí mismo. La Guardia Civil y la Policía Nacional patrulla el enclave para evitar los hurtos, aunque parece una misión casi imposible. La cifra de detenidos ha alcanzado la cincuentena durante la jornada. Son decenas y decenas de individuos y familias las que entran y salen de los establecimientos destruidos. Los agentes dan varios avisos por la megafonía de sus vehículos amenazando a los saqueadores. Aun así, muchos no pueden evitar la rebelión:
—¡No hagáis ni caso! Aquí todos a una. Lo que necesitéis cogerlo. ¡Esto es para sobrevivir!—, anima el adolescente Daniel Romero, un pequeño líder improvisado en medio del caos.
Hay quien pregunta con educación a los guardias de seguridad si pueden “pasar a por algo” y luego terminan colándose por la puerta de atrás. Maribel Pérez, de 46 años, asegura estar desesperada por no encontrar comida para su perro. “Solo hay de gato, señora”, le avisa un joven. A su lado, escondidos entre los contenedores de basura están Chimo López, de 51 años, y su hija Iris López, de 21 años. Viven a menos de un kilómetro, en unos bloques residenciales donde no hay ni luz ni agua desde el martes por la noche. Buscan artículos de primera necesidad en buen estado. Se consideran afortunados después de llenar dos bolsas grandes con algo de arroz, panecillos, pasta y sobre todo agua y coca-colas. “Necesitamos líquido sobre todo; con eso iremos tirando”, afirma el Chimo, ebanista de profesión. Debajo de una señal de tráfico doblada por la mitad, Iris encuentra un paquete de tomate Orlando con ocho botes de cristal. Padre e hija se viene arriba y al lanzarse entre ellos una bolsa de fideos finos, estos se caen y se desploman por el barro. “¡Pero Iris! Era la cena…”, se queja él.
No solo son personas las damnificadas en la V-31. El veterinario José Luis, de 27 años, vestido con el reglamentario uniforme azul, se sube al tejado de un camión varado donde están atrapados doce caballos de polo. Se trata de una raza muy concreta que se cría y entrena específicamente para este deporte ecuestre. El martes por la mañana desembarcaron en Puerto de Valencia procedentes de Palma de Mallorca. Se dirigían a Sotogrande, una urbanización de lujo en el municipio de San Roque (Cádiz). Nunca pasaron de los almacenes del Rincón del Sofá, a no más de cinco kilómetros del centro de Valencia. José Luis reconoce que a partir del segundo día sin movimiento, agua o comida empiezan las horas más críticas. “Estamos al borde de que aparezcan los primeros cólicos, la patología más común en los caballos”, sostiene el chico a la espera de que lleguen transportistas particulares para una evacuación.
Detrás del confort de la barra de su bar, La Florida, una mujer llamada Georgina Tapia, de 60 años, actualiza compulsivamente los telediarios que hablan de la Dana. Dice que ella “trabaja para no pensar”, y cuando no puede más, hace la pregunta del millón:
—¿Se puede expresar en letras y en fotos todo lo vivido?