Dejar a tu hijo con cuatro años y reencontrarte con un adolescente: “No me salía llamarla mamá”
Pamplona cuenta con un programa único en España dedicado a ayudar a los inmigrantes en su reagrupación familiar. Cada año hay 41.000 casos y casi siempre emigra primero la mujer
Cuando la madre de Elena (nombre ficticio) se marchó de Honduras, se despidió de su hija de seis años comprándole un helado. Justo después, emprendió uno de los mayores sacrificios: mudarse sola a España sin nada para encontrar un trabajo y conseguir una casa para brindar a su pequeña un futuro más esperanzador. Lo consiguió después de seis años, en 2022. Cuando se reencontraron en el aeropuerto, Elena no fue capaz de acercarse a ella, se quedó paralizada mientras su abuela, que se había hecho cargo de ella todos esos años, l...
Cuando la madre de Elena (nombre ficticio) se marchó de Honduras, se despidió de su hija de seis años comprándole un helado. Justo después, emprendió uno de los mayores sacrificios: mudarse sola a España sin nada para encontrar un trabajo y conseguir una casa para brindar a su pequeña un futuro más esperanzador. Lo consiguió después de seis años, en 2022. Cuando se reencontraron en el aeropuerto, Elena no fue capaz de acercarse a ella, se quedó paralizada mientras su abuela, que se había hecho cargo de ella todos esos años, la animaba a que le diera un abrazo. “Yo era incapaz, había dejado de verla como mi madre”, cuenta la chica, que ahora tiene 13 años, con sinceridad.
En 2023, el Ministerio de Asuntos Exteriores emitió 41.000 visados de reagrupación familiar. Detrás de este trámite, se repite casi siempre el mismo esquema. La mujer es la que primero emigra y tarda una media de seis años en conseguir traer a su familia, casi siempre sus hijos, porque los padres de las criaturas muchas veces desaparecen en este proceso. Los menores se suelen quedar a cargo de las abuelas maternas en el país de origen. El trámite es tan largo, que los hijos que las mujeres dejaron como bebés o niños muy pequeños, llegan a sus hogares siendo adolescentes.
En el camino, se han perdido años de convivencia y de trato en una etapa en el que se define la relación entre progenitores y vástagos. “Mi madre y yo no nos hablábamos, pero no de mal rollo, es que no sabíamos relacionarnos. Estuvimos así ocho meses, en los que ella lloraba mucho, hasta que se me ocurrió empezar a dejarle notas por la casa. Cuando vio la primera, soltó una tremenda carcajada”, cuenta Elena. No fue hasta un año después de su llegada, cuando volvieron a abrazarse de nuevo.
La chica relata su experiencia en la sede de la asociación SEI en Pamplona, que tiene un programa único en España dedicado específicamente al reencuentro entre progenitores e hijos y al duelo migratorio, como se llama al proceso psicológico que experimenta una persona que abandona su país. En sus salas, las familias consiguen poner por primera vez palabras a lo que ha supuesto volver a convivir y sentirse de nuevo como un núcleo, después de años separados. En una de esas sesiones, Pedro, brasileño de 18 años, le preguntó por primera vez a su madre que por qué había tardado tanto en traerlo, por qué lo había abandonado. Él se quedó al cuidado de su abuela con cuatro años, el momento en el que uno empieza a atesorar recuerdos. Volvió a ver a su madre 12 años después, en 2022. “No podía llamarla mamá”, asegura. Para ella, sin embargo, era crucial que volviera a llamarla así.
En el otro lado, están las mujeres que han construido un hogar en un país extraño mientras veían a sus hijos unos minutos a través de la pantalla de un móvil al acabar una jornada de trabajo extenuante. Narda, de 50 años, dejó en Bolivia en 2018 a un hijo con 11 años, al que consiguió traer a Pamplona con 17. En el tiempo en el que ella estuvo sola en España, su exmarido llegó a poner a su hijo en su contra, diciéndole que lo había abandonado y no quería llevarlo con ella. Su hijo llegó a bloquearla en Whatsapp y se negó a hablar con ella en varias ocasiones. Estos rechazos la atravesaban como un puñal. “Aunque veía que no le llegaban mis mensajes, yo seguía contándole lo que había hecho cada día y cómo me sentía, hasta que volvía a hablarme normal”, apunta Narda. En su caso, tampoco hubo emoción ni abrazos en el aeropuerto. “Se comportaba de un modo amable, pero sentía que había un muro. Ahora se trata de volver a establecer la confianza, pero también la autoridad”, señala la mujer. Y todo eso, trabajando fines de semana y festivos.
Narda es licenciada en Derecho, pero en España se ha dedicado a cuidar niños y ancianos. Ha vivido experiencias horribles como la que tuvo con sus primeros empleadores, que le prohibían subir al coche con toda la familia y la obligaban a cargar las mochilas de los niños a pie. Por suerte, con otra de las señoras mayores a las que atendió hizo muy buenas migas y a ella le gustaba que Narda le leyera el periódico en voz alta. De esta forma, descubrió a SEI en una noticia. “Hasta que no hablamos aquí, mi hijo no entendió cómo lo había pasado yo todo este tiempo. Le conté cosas como que en Navidad no salía de casa a ver las luces porque tenía miedo de que la policía me identificara en el centro de la ciudad y me echara del país”, relata. Poco a poco, van dando pasos, como el día en el que Narda volvió a ver un destello del niño al que crio hasta los 11 años. Estaban comiendo y ella se levantó para ir a la cocina. Cuando regresó, su hijo le había escondido su plato. “Esa era una broma que me hacía de niño”, explica con una sonrisa.
“Hay una posibilidad de retomar este vínculo, a veces nosotros solo somos un puente para que vuelva a existir. Son familias que se fracturan y tienen que recomponerse”, detalla Oskia Azcarate, coordinadora técnica y terapeuta familiar de la asociación. Este programa nació en realidad en un instituto público que empezó a detectar las carencias y necesidades del alumnado inmigrante que empezaba a ser más numeroso en sus aulas a finales de los años noventa. Se alió con una parroquia para dar clases de refuerzo. De ahí pasaron a un programa para ayudar a estos chavales a construir relaciones sociales en un momento clave como es la adolescencia. Fue en 2010 cuando incluyeron la parte familiar en esta intervención con SEI. “El reto no está solo en conseguir los papeles, sino en todo lo que viene después, en esa soledad que viven los adolescentes y también las madres, que a veces se traduce en rabia si no se previene”, cuenta Azcarate. En el último año han atendido a 233 familias de 33 nacionalidades diferentes.
Cuando vuelve la convivencia, también empieza otra vida para estas mujeres, que incorporan una nueva responsabilidad a su vida ya de por sí atareada. Ana Gabriela, de 34 años, cuenta con una sonrisa en la boca sus años de penurias, hasta que por fin pudo traer a sus hijos Joel y Gabriela de Honduras. “Tuve que volver a obligarme a llevar una rutina. Antes me daba igual cocinar algo y que me durara para tres días o no me preocupaban los horarios. Si veía una oferta de trabajo un festivo, la cogía. También tenía dudas sobre si no se iban a acostumbrar a mi ritmo o yo, al suyo. Llamaba constantemente a mi madre para preguntarle qué les gustaba a ellos para comer o si era normal que les doliera la cabeza. Tuve que volver a aprender a ser mamá”, apunta Ana Gabriela.
Cuando ella llegó a Pamplona, en 2019, compartió habitación con otras tres mujeres. A su niña la había dejado con dos años y a él, con siete. También se quedaron con sus abuelos maternos, porque su expareja se marchó a Estados Unidos. Mantuvo con él largas negociaciones hasta que firmó los papeles para permitir el traslado de los pequeños y, en cuanto lo hizo, empezó la cuenta atrás: “Si no viajan en un mes, tienes que volver a empezar el proceso”. En su trabajo le adelantaron el dinero para pagar los billetes de avión y su jefa la acompañó personalmente al aeropuerto de Madrid el 8 de abril de 2023. Todos en su entorno sabían cuánto había sufrido hasta tener a sus pequeños con ella. Estaba muy asustada de que no la reconocieran. “Pero mamá, ¿de verdad pensabas que no iba a saber quién eras?”, le pregunta ahora la pequeña Gabriela. “Claro, tenía ese miedo, pero cuando nos volvimos a abrazar sentí que seguía existiendo ese vínculo”, responde ella. La primera noche, durmieron los tres juntos en la misma cama.
Aunque en el reencuentro familiar vuelva a surgir esa conexión entre las madres y los hijos, después hay que enfrentarse al día a día. Neilyn, nicaragüense de 16 años, lo tuvo difícil cuando aterrizó aquí en 2022. “Cuando llegué a España, enfermé. No quería salir de mi habitación, ni comer, ni fui al colegio. Pasé meses así, hasta que en verano, cuando ya pude compartir más tiempo con mi mamá, todo mejoró”, explica la chica. Durante el resto del año, apenas coinciden en casa dos horas porque su madre trabaja en hostelería. Fue en una reunión en esta asociación cuando expresaron todo lo que se había quedado en un cajón tantos años: “Yo sentía que para mi mamá yo no era la gran cosa y tampoco le había hecho tanta falta en estos años. Pero en esa conversación entendí todo y le pedí perdón por si había sido mala hija”.
Ana Gabriela siente que todo lo vivido tiene sentido ahora que tiene a sus hijos con ella, aunque sabe que esto es una lucha diaria. Lo que dijo a su madre cuando ya sabía que la documentación de sus pequeños estaba en regla, reúne la profundidad y la practicidad que solo puede desplegar una madre en una misma frase: “Yo le dije a mi mamá: ‘que vengan con la maleta vacía, yo he preparado todo aquí para empezar de cero, no les hace falta nada’. Bueno, le dije que metiera una muda por si vomitaban en el viaje”.