Europa ante la amnistía y… el terrorismo
El PP tiene motivos de sobra para hacer una oposición dura con la amnistía, pero juguetear con la pérdida de la calidad democrática de España se sitúa extramuros de los que es o debería ser un partido de Estado
La batalla que se está librando en España en torno a la polémica ley de amnistía por las secuelas del procés tiene dos frentes internos muy diferenciados, el político y el judicial, aunque en ocasiones ambas esferas se solapen e interactúen, bien a golpe de enmienda, bien a golpe de auto. En este tiempo, el PP ha dedicado enormes esfuerzos para implicar también a la Unión Europea, en una especie de internacionalización de un...
La batalla que se está librando en España en torno a la polémica ley de amnistía por las secuelas del procés tiene dos frentes internos muy diferenciados, el político y el judicial, aunque en ocasiones ambas esferas se solapen e interactúen, bien a golpe de enmienda, bien a golpe de auto. En este tiempo, el PP ha dedicado enormes esfuerzos para implicar también a la Unión Europea, en una especie de internacionalización de una disputa doméstica. Inicialmente, puso en circulación la idea de que España era equiparable a la Hungría de Viktor Orbán o la Polonia previa a la llegada de Donald Tusk, una estrategia singular y estéril cuyo objetivo era transmitir al exterior la imagen de una democracia de segunda división (ya saben, la que deriva en la risible tesis de que vamos de cabeza a un régimen bolivariano o autocrático).
El PP tiene motivos de sobra para hacer una oposición dura con la amnistía (las incoherencias del PSOE sobre el procés y todo lo que ha venido después son mayúsculas) pero juguetear con la pérdida de la calidad democrática de España se sitúa extramuros de los que es o debería ser un partido de Estado que, tarde o temprano, volverá a La Moncloa. Se puede entender, que no justificar, por la disputa con un menguante Vox, pero estos discursos, que pueden calar en los sectores de la sociedad más polarizados, ni responden a la realidad (diferentes estudios internacionales acreditan cada año la buena salud general de la democracia española) ni representan a la mayoría de la población. Y como bien saben PSOE y PP, las elecciones en España no se deciden en los extremos.
Fracasado el objetivo de convertir a Pedro Sánchez en un remedo de Viktor Orbán mediterráneo, el PP sí ha logrado esta internacionalización con la renovación del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ); con el apoyo del Parlamento Europeo para que se investigue si hubo injerencia rusa en el procés (algo que por cierto ya ocurre) y con la visita de expertos de la Comisión de Venecia, órgano consultivo del Consejo de Europa, para recabar datos sobre la ley de amnistía. De momento, más ruido que nueces.
En el primer caso, el partido de Alberto Núñez Feijóo logró que el Gobierno accediese a la mediación del comisario europeo de Justicia, Didier Reynders, para conseguir el desbloqueo del órgano de gobierno de los jueces. Sin embargo, la foto de la semana pasada de Reynders con Félix Bolaños y Esteban González Pons no reflejaba la idea de una España tutelada por Bruselas, más bien la de un profesor que pone delante a dos alumnos enfurruñados para que resuelvan sus diferencias.
En el terreno judicial, también se atisba en el horizonte otro ámbito de internacionalización de los debates internos. Si el Tribunal Supremo asume finalmente la investigación del caso Tsunami Democràtic por ver indicios de terrorismo en la actuación de Carles Puigdemont, una hipótesis probable, lo previsible es que el instructor de la causa termine dictando una euroorden contra el expresidente de la Generalitat. Desde enero de 2023 hay una doctrina del Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE) que obligaría a Bélgica a entregar a cualquier supuesto delincuente salvo que aprecie fallos “sistémicos” en la justicia española, pero los antecedentes no son alentadores: los jueces belgas rechazaron tres veces, entre 2004 y 2015, la entrega a España de la etarra Natividad Jáuregui, acusada del asesinato de un militar en 1981. La entrega se produjo finalmente en noviembre de 2020 tras un tortuoso proceso en el que tuvo que intervenir el Tribunal Europeo de Derechos Humanos.
En la investigación por el procés, el magistrado Pablo Llarena no consiguió convencer a la justicia belga de la ilegalidad de los actos de Puigdemont para lograr la independencia de Cataluña, pese a que muchas de sus vesánicas decisiones pudieron verse en las televisiones de medio mundo. El instructor de la nueva causa no tendrá, previsiblemente, una tarea menor: convencer a las autoridades belgas de que Puigdemont, como eurodiputado, dirigió actividades terroristas desde Waterloo en 2019.
Y en este terreno, al igual que en el político, también se ventila el prestigio de la democracia española.