Consentimiento y libertad sexual
Los anteriores delitos de abuso y agresión sexual consistían, obviamente, en la ausencia de consentimiento, porque el sexo consentido entre adultos no es delito
Cuando se repite que la llamada ley del solo sí es sí cambia las cosas porque pone la falta de consentimiento en el centro de los atentados contra la libertad sexual, no puede estarse diciendo que antes no fuera esa la cuestión central. Los anteriores delitos de abuso y agresión sexual consistían, obviamente, en la ausencia de consentimiento, porque el sexo consentido entre adultos no es delito y solo lo había sido en tiempos de infausto recuerdo en los que se castigaba el adulterio y el rapto con anuencia de la raptada. Pero en la regulación previa al “sí es sí”, partiendo de la esenci...
Cuando se repite que la llamada ley del solo sí es sí cambia las cosas porque pone la falta de consentimiento en el centro de los atentados contra la libertad sexual, no puede estarse diciendo que antes no fuera esa la cuestión central. Los anteriores delitos de abuso y agresión sexual consistían, obviamente, en la ausencia de consentimiento, porque el sexo consentido entre adultos no es delito y solo lo había sido en tiempos de infausto recuerdo en los que se castigaba el adulterio y el rapto con anuencia de la raptada. Pero en la regulación previa al “sí es sí”, partiendo de la esencial ausencia de consentimiento, se diferenciaba la gravedad de la pena según hubiera o no violencia o intimidación. Lo que se quiere decir cuando se pretende que ahora —al parecer, no antes— el consentimiento se coloca en el centro de la definición legal es que, no habiendo consentimiento, da igual la forma en que se ha conseguido anularlo: sea con un subrepticio tocamiento en un transporte público, con una droga o con un arma blanca. Todo ello será considerado agresión sexual, que solo modulará su gravedad en función de si existe o no penetración. Y también podrá agravarse si se ha utilizado una violencia especialmente desproporcionada, lo que significa que en el nivel básico, entra la violencia, digamos, “proporcionada”.
Este está siendo, al parecer, el caballo de batalla en el actual debate sobre la posible reforma de la ley, alentada por la alarma generada por las revisiones de condena que, en todo caso, seguirán produciéndose porque la primera versión de esta controvertida ley es más favorable. Es decir, si se llega a cambiar de nuevo, solo será aplicable a los delitos cometidos después de que entre en vigor.
Creo que, por mucho que en términos sociológicos e incluso ideológicos, pueda decirse que todos los ejemplos citados antes son formas de “violencia” contra la mujer, el derecho debe distinguir entre unos y otros. Es cierto que en la infausta sentencia del caso de la Manada, se declaró probada la falta de consentimiento, pero no la violencia, lo que generó un justificado rechazo. Pero el Tribunal Supremo lo rectificó, calificando correctamente los hechos como agresión sexual. Sin embargo, ya se había puesto en marcha esta reforma destinada a evitar que la existencia de violencia o intimidación tuviera que ser demostrada en el proceso penal. Así, toda falta de consentimiento constituye una agresión sexual.
Y esa cuestión de la prueba es, a mi juicio, la problemática. En este y en todos los delitos, sus elementos deben ser probados por la acusación. La violencia debe demostrarse sin exigir una resistencia heroica de la víctima que no se exige, por ejemplo, en un robo a mano armada. No puede afirmarse que quien no se resiste ni se niega expresamente está consintiendo, pero por mucho que la ley diga que “solo sí es sí” habrá que demostrar, igualmente, que no dijo que sí.