La guerra de Ceuta: “Están convirtiendo a chavales en sicarios”

Desde hace meses, dos bandas formadas en su mayoría por menores aterrorizan la ciudad. Ya han asesinado a tres personas

Una moto pasaba el miércoles por delante del barrio de El Príncipe Alfonso, en Ceuta.PACO PUENTES
Ceuta -

A Dris Amar le querían disparar en las piernas para darle un aviso a su hermano menor, perteneciente a una banda. El problema —uno de ellos— fue que quien apretó el gatillo del arma semiautomática era apenas un crío. No supo controlar el retroceso del subfusil, que elevó el cañón hacia arriba, haciendo que la ráfaga de balas alcanzara también la cadera y el vientre de Dris. Murió desangrado en el suelo tras más de media h...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

A Dris Amar le querían disparar en las piernas para darle un aviso a su hermano menor, perteneciente a una banda. El problema —uno de ellos— fue que quien apretó el gatillo del arma semiautomática era apenas un crío. No supo controlar el retroceso del subfusil, que elevó el cañón hacia arriba, haciendo que la ráfaga de balas alcanzara también la cadera y el vientre de Dris. Murió desangrado en el suelo tras más de media hora esperando una ambulancia. Ocurrió la madrugada del 10 de octubre en el barrio de El Príncipe, en Ceuta. Es el tercer asesinato en los últimos meses. El segundo de alguien inocente, ajeno al enfrentamiento de bandas que aterroriza a la ciudad. “Esto es horrible, hermano”, resume un joven del barrio, cara afilada y chándal del Paris Saint-Germain. “Es una guerra”.

La guerra, en realidad, lleva años en marcha. Tal y como explica un investigador de la Policía Nacional destinado en la ciudad durante muchos años, “Ceuta es el vértice sobre el que pivota el tráfico de hachís del Estrecho”. Un circuito que arranca en Marruecos, donde las organizaciones de narcotraficantes envían la droga a grupos asentados en el Campo de Gibraltar y la Costa del Sol. Los encargados de esta intermediación suelen ser ciudadanos ceutíes de origen marroquí. Se mueven entre ambos lados de la frontera y alcanzan llamativas cotas de poder.

Cuando este poder logra ser monopolizado, Ceuta duerme más tranquila. Si está en disputa, se desata el caos. Hace dos décadas, Tafa Sodía imponía su ley. “Sabía dónde estaba hasta el último casquillo de bala de la ciudad. Nada se hacía sin que él diera la orden”. Lo explica un antiguo y poderoso miembro de las bandas, ahora apartado del mundo criminal tras pasar por prisión. Accede a mantener una conversación mientras recorremos Ceuta en su coche. “Si aparecía la violencia, la policía, los políticos y hasta el delegado del Gobierno hablaban con Tafa. Él hacía el trabajo de todos”.

Pero otra figura, apodado El Nene (sobre el que se llegó a hacer una película titulada El Niño), irrumpió en escena y le disputó la hegemonía. Se sucedieron los ajustes de cuentas, los asesinatos y las desapariciones. En 2013, en el paseo marítimo y con cientos de personas alrededor, dos miembros de la banda de El Nene le volaron la cabeza a Tafa. El propio Nene desapareció al año siguiente y jamás se ha vuelto a saber de él.

Chakor fue el sucesor de El Nene, pero en 2016 lo detuvieron, así que un joven de 20 años tomó el mando. Su apodo: Piolín. Enfrente, quien obtuvo el relevo de Tafa fue otro veinteañero, conocido como Tayena, aupado al poder gracias al dinero que hizo como traficante de inmigrantes en la frontera.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Ambas bandas, la de Piolín en el barrio de El Príncipe y la de Tayena en el contiguo barrio de Los Rosales, comenzaron con buen pie: se daba la circunstancia de que Piolín era, casualmente, sobrino de Tafa Sodía y de que Tayena estaba fugado en Marruecos. Pero en 2020, Tayena regresó a Ceuta. Y comenzó la tensión. Primero, roces, amenazas, alguna paliza. En abril de este año, se desató la hostilidad. El detonante: Tayena quiso comprar la casa de su antecesor, Tafa Sodía, situada en pleno corazón del barrio de El Príncipe, cuartel general de la banda del Piolín. Se intentó dirimir el asunto en una conversación que acabó a golpes. De los golpes a las pistolas como pretexto para el objetivo real: controlar Ceuta y hacerse con esa parte del circuito del hachís. La guerra entre los Piolines y los Tayenas ya no tenía vuelta atrás.

“Son niños”

En abril, los bomberos tuvieron que apagar las llamas que consumían un coche deportivo de alta gama. El incidente tuvo lugar en el puerto deportivo de la ciudad. Ceuta está conformada por un centro urbano donde la mayoría de los vecinos son cristianos y por una periferia con casi la totalidad de la población musulmana. Es en este cinturón donde operan los grupos criminales, cuyas acciones parecen discurrir en otro universo ajeno a las terrazas, comercios y calles peatonales del centro de la ciudad, situado a menos de cuatro kilómetros, pero a años luz, vital, social y culturalmente, de las calles en las que viven los pandilleros.

El coche calcinado resultó ser de Tayena y las llamas estaban enmarcadas en la guerra recién declarada. A esas alturas ya se sucedían las reyertas y las balas silbaban. Los barrios de El Príncipe y Los Rosales se convirtieron en territorios de una batalla que nunca ha dejado de escalar.

Por las noches, ambos grupos se dedican a patrullar las calles con motos mientras abren fuego contra las casas de todo aquel que consideran enemigo, incluidos domicilios de padres o amigos de sus rivales. Un simple recorrido por El Príncipe permite hallar, en multitud de fachadas y paredes, agujeros de bala.

Una de esas balas se coló en una hamburguesería y acertó de pleno en la cabeza de El Churrero, un trabajador del barrio que cayó muerto al instante. “A muchos de los niños que esa noche estaban disparando los había invitado a comer porque no tenían dinero”, lamenta un vecino de El Príncipe, amigo de la víctima.

El vecino usa la palabra niños porque, en la mayoría de los casos, lo son. “Lo que están haciendo las bandas es reclutar a chavales de 15, 16 o 17 años y los están convirtiendo en sicarios”, explica Jorge Gil Pacheco, abogado penalista en Ceuta. El vecino añade: “Nunca ha habido una generación tan peligrosa. Ahora ves en el barrio a un chaval de 14 años y no se te ocurre decirle nada porque puede llevar una pistola”.

Pepe Grosso, profesor en Ceuta, tiene muchos alumnos cercanos a las bandas: “Les pides que hagan un dibujo y siempre acaban dibujando lanchas, helicópteros, armas… Crecen en la normalidad de la violencia y ven el tráfico de hachís como una profesión más.”. Pepe evita victimizar: “Primero: son una inmensa minoría. Segundo: tienen alternativas. En Ceuta hay una gran inversión en programas educativos. Pero la idea de resolver la vida a los 18 años, con cochazos y pistolas, les atrae más”.

Tamara Sordo, profesora de uno de los colegios más castigados de Ceuta, añade: “Hay niños que vienen a clase uno de cada cinco días para evitar que se active el protocolo de absentismo, que conocen. Los que asisten, te cuentan que escuchan disparos cada noche. Les llegas a ver vídeos en Tik Tok jugando con pistolas. Es aterrador”.

Reclutar a niños es sencillo para estas bandas. Un funcionario de prisiones de la cárcel de Ceuta explica que “se hacen con los listados del Plan de Empleo y detectan las familias a las que les han denegado las ayudas. Al día siguiente, están en esas casas prestando dinero a los padres o proponiendo encargos a los niños. Ya están dentro”.

El exmiembro de una de las bandas con el que recorremos Ceuta es un ejemplo. “Mi padre murió cuando yo era un niño. Me vi en la obligación de llevar dinero a casa. A los 14 años ya tenía una condena por asesinato”. Después explica: “Ahora les dan 2.000 o 3.000 euros y ya están reclutados. A veces ni eso: les regalan una moto o les dejan usar un Golf R8 con el que dan vueltas mientras ponen Morad a todo volumen”.

Tanto la banda de Tayena como la de Piolín (cuyo brazo derecho es un chico llamado Laika que controla la zona sur de El Príncipe) están conformadas por dos o tres lugartenientes y unos 20 o 30 soldados. Aunque no tienen territorios exactamente definidos, la mayoría de los integrantes del grupo de Piolín viven en El Príncipe, mientras que los de Tayena lo hacen en Los Rosales.

Cuentan con una red de chavales que se dedican a distintas labores, entre ellas la vigilancia. Una entrada a El Príncipe por la noche permite ver a grupos en cada esquina. Las luces del coche iluminan los corrillos que forman, algunos llevan pinganillo y walkie-talkies. “El móvil tienen prohibido tocarlo”. Cada vehículo que pasa es escrutado. Casi todos llevan chándal, bolsitos cruzados, capuchas o gorras. Más allá, callejuelas oscurísimas se retuercen hacia el corazón del barrio y algún vecino mayor pasea ajeno. Si no fuera porque avanzamos acompañados del antiguo narco ya habrían dado el aviso.

Cada grupo cuenta con una flota de drones que sobrevuelan sus territorios para controlar quién entra o sale. Los agentes de policía suelen sentirlos sobre sus cabezas cada vez que llevan a cabo un operativo. También los utilizan para pasar drogas sintéticas a Marruecos. Es su principal fuente de financiación. Una de estas drogas, conocida como carcovi, es consumida por los propios chavales. Mezclada con hachís y alcohol produce un efecto desinhibidor extremo, que los ayuda en sus tiroteos y ajustes de cuentas.

Un hombre caminaba el miércoles por el barrio de El Príncipe Alfonso, en Ceuta.PACO PUENTES

Terror en las redes

En Instagram y TikTok alardean de dinero y, sobre todo, de armas. También se intercambian avisos. El estilo es aterrador: algunas amenazas son stories con fotos de niños pequeños (hermanos o sobrinos) en triciclo o vídeos de miembros de bandas rivales a los que han capturado y humillan y golpean. El nivel de violencia es elevadísimo.

A pesar de su capacidad, ninguna de las dos facciones es —todavía— una gran organización de narcos ni, en realidad, tiene demasiado peso en el circuito del hachís. Son, de momento, grupos de jóvenes callejeros, violentos y armados que fantasean con infundir miedo y convertirse algún día en poderosos traficantes.

“Muchas de las disputas son por niñadas”, explica el abogado Jorge Gil Pacheco. “Hace poco dispararon a un chico en las piernas por haberle enviado un mensaje a la novia de uno de la otra banda”. El exnarco que nos acompaña añade: “Si tienen que disparar a la madre de alguien, lo hacen. Si tienen que chivarse a la policía, lo hacen. Son niñatos. Sin honor y sin palabra”. El listón que marca el desencadenante de un tiroteo se está desplomando a gran velocidad en las barriadas de Ceuta.

Mientras las refriegas se suceden, algunos narcos de perfil bajo del Estrecho aprovechan el vacío de poder y trabajan a destajo estos meses, mientras los esfuerzos policiales y la atención mediática y política recae sobre las barriadas.

Agentes de La Policía Nacional en la barriada de El Príncipe de Ceuta. Reduan Dris (EFE)

La noche de la ira

Semanas después del asesinato de El Churrero, Ibrahim Buselham cayó fulminado de su moto tras recibir un disparo en la cara en el Puente del Quemador, junto a El Príncipe. Tenía 16 años y, según los investigadores, pertenecía a los Tayenas. Esa noche de abril, el nivel de ira tocó techo. “Yo no recuerdo nada igual”, rememora un vecino. “Grupos de chicos en motos, con pasamontañas y fusiles, armas largas, disparando al aire, a las fachadas, a las casas…”. Decenas de coches ardieron esa noche en El Príncipe y Los Rosales. Las balas surcaron el salón de la madre de Tayena, una mujer de 70 años que tuvo que tirarse al suelo y huir a gatas mientras los cristales de espejos y vasijas saltaban por los aires. Cientos de piedras volaron sobre los policías que trataron de contener la violencia. Los agentes recogieron casi cien casquillos al amanecer. Algunos de ellos de fusiles automáticos. Todo, en un barrio de España.

“Aquí estamos viviendo lo que hace años veíamos en las películas”. Lo dice Abdel, el nombre ficticio de un vecino de El Príncipe que intenta mudarse. “Tengo un hijo de 12 años y no lo dejo estar un minuto solo en la calle. Yo hace tiempo que no me tomó un café fuera. La mayoría de los vecinos estamos aterrorizados”. Cuenta Abdel que hace unas semanas estaba en el portal de su casa con su hijo y, frente a ellos, pasó Piolín con su banda. Todos llevaban pistolas en el pantalón del chándal. “Aquí casi nadie va ya al primer rezo de las 6.00 de la mañana. Tenemos miedo hasta dentro de casa, por si entra una bala perdida.”

Yussef, otro nombre inventado para otro vecino, esta vez de Los Rosales, cuenta que hace poco tuvo que ir a las cinco de la mañana a El Príncipe por trabajo. Nada más entrar en el barrio, tres jóvenes encapuchados le dieron el alto. Uno de ellos golpeó la ventanilla con una pistola, pidiéndole que la bajara. “Yo encendí rápidamente la luz de dentro del coche. Me miró, me reconoció y dijo: “Tira”. Un check point para entrar en el barrio.

La policía evita patrullar estas calles. A partir del atardecer, no entran. Solo lo hacen con operativos si se desata la violencia. “La última vez que pasamos nos bloquearon con motos en una vía estrecha y empezaron a llover piedras. Tuvimos que salir del coche y disparar al aire”, relata un agente. “Apedrear a la policía es deporte nacional en El Príncipe”, agrega.

Uno de esos proyectiles golpeó en la cabeza de un miembro de la UIP el 8 de octubre. La Policía estableció un dispositivo durante el fin de semana. Fue durante ese despliegue cuando dispararon a Dris Amar en su garaje.

Despedida del militar Dris Amar en el cementerio musulmán de Sidi Embarek.Reduan Dris Regragu (EFE)

Un compañero admirado

A Dris Amar le encantaba conducir sobre la arena del desierto. En cuanto podía, cruzaba a Marruecos y se pasaba el día recorriendo dunas. Se mudó a El Príncipe en abril. Tenía 39 años, estaba casado y con dos hijos de 6 y 10 años. Desde los 18 formó parte del cuerpo de Regulares de Ceuta. Era cabo, tenía varias condecoraciones y, sobre todo, era un compañero admirado. Tanto superiores como iguales mastican su tristeza desde el pasado domingo en el cuartel. “Un tío increíble, amable, cariñoso”. Como un tributo improvisado y en voz alta, recuerdan cómo Dris sacó del agua a un bebé cuando miles de inmigrantes cruzaron la frontera del Tarajal el año pasado. Hablan de cuando empleó un mes de sus vacaciones para acompañar en el hospital a un soldado suyo que resultó herido. Fuera de su unidad, la desolación es la misma: “Dris era un vecino harto y atemorizado por la violencia”, dice un amigo.

El lastre del cabo Dris estaba en su hermano pequeño, conocido como Chavala y miembro de la banda de Tayena. Otro hermano, mayor, nos recibe en su casa con lágrimas en los ojos tras el funeral de Dris y explica que al cabo asesinado “lo único que le ocupaba eran sus hijos, pescar y conducir”. Luego cuenta que hace un tiempo habló con la banda de Piolín y les dijo: “Si tenéis un problema con mi hermano pequeño, resolvedlo con él. Lo acato. Pero dejad a Dris en paz. No tiene nada ver con vuestras cosas”.

Fue en vano. Hace unas semanas, Chavala recibió una visita en su casa y tres disparos en la puerta. Días después llegaron varias amenazas por Instagram. En una de ellas aparecía un niño en bicicleta y la frase: “Chavala, pronto tendrás un sorpresón. A ver si luego Tayena te ayuda, que solo sabe esconderse”. En otra se leía: “No olvides a tu hermano que, aunque no entre en esto, sabemos de él”. Dris nunca tuvo conocimiento de estas amenazas.

Horas antes de su asesinato envió un whastapp a un compañero quejándose, una vez más, de la situación del barrio. Por la noche bajó al garaje de su casa. Allí tenía una silla donde fumaba un cigarro y jugaba al parchís con el vigilante del párking antes de irse a dormir. Era la una de la madrugada. Cuatro encapuchados aparecieron, miraron al vigilante y, con un gesto en la cabeza, lo echaron. “Ya sabéis que no he hecho nada”, acertó a decir Dris. Después, la ráfaga de balas.

Se desangró en el suelo esperando por la ambulancia, a pesar de que el hospital está a 400 metros y a que dos agentes de policía escucharon los tiros e irrumpieron en la escena. Horas después, tres de los cuatro pistoleros fueron detenidos.

Rezo por el cabo Dris Amar, asesinado el lunes en Ceuta, en el cementerio musulmán Sidi Embarek.PACO PUENTES

“¿Qué hacía la policía justo ahí?”, se pregunta hoy el hermano de Dris. No es el único. En El Príncipe y el resto de barriadas la desconfianza hacia la Policía es enorme. Más en los últimos meses, después de que se filtraran unos audios en los que se escucha a lo que presumiblemente es uno de los agentes que apareció en el garaje hablando con Tayena en tono cordial y de confianza, pidiendo y devolviendo favores.

“Hay gente intocable, a la que la policía ayuda y protege”, añade. La percepción no está solo en la calle. Un agente de la Guardia Civil se muestra contundente: “Habría que investigar a fondo lo que está haciendo la Policía en Ceuta. Hay un elevado nivel de corrupción”. El viernes, Nabila Soliman Ali, representante de Unidas Podemos en Ceuta, subió a sus redes sociales el hashtag #policíacorrupta.

La respuesta de la Policía Nacional busca devolver la cordura, y un mando explica: “Nosotros hablamos con todos, desde grandes narcos hasta chavales de bandas. Tenemos informadores y contactos, esto es algo habitual. Está todo supervisado y judicializado. Lo que pasa es que luego las cosas se descontextualizan y se malinterpretan. No vamos a parar hasta acabar con la violencia en El Príncipe”.

Los guetos

Es miércoles por la mañana. La primera casa de El Príncipe aparece tras la curva que da acceso al barrio. Justo enfrente de ella, un niño sentado en una silla de playa en mitad de la acera nos mira. No hay una sola hora del día en la que el barrio no esté vigilado.

Los Rosales y sobre todo El Príncipe se han convertido en una suerte de guetos. El segundo es un laberinto de callejuelas y casas amontonadas sobre una colina, estilo favela, controlado por las bandas donde se esconden chavales en busca y captura durante meses. El mismo Piolín vive hoy en estas calles.

Las fachadas están gastadas, el asfalto envejecido, la basura acumulada. Los bomberos no suben al barrio sin escolta policial. Ha habido ambulancias que han rechazado acudir. El autobús urbano que cubre la ruta se desvía a partir de las siete de la tarde, cuando los accesos al barrio se bloquean con coches y motos. De todos, el problema más urgente ahora mismo de El Príncipe son las armas.

“Hay cientos de ellas”, explica el ex narcotraficante. “Vienen de Europa del Este y las meten desde la Península”. La Policía tiene constancia de la presencia de un arsenal casi de guerra. Las bandas poseen fusiles, varias Uzi, Kalashnikov y, sospechan, hasta granadas. La cultura de las armas es imparable. “Esto hace tiempo que se fue de las manos”, resume un vecino. Una pintada asoma en una pared del barrio: “No suministréis armas a menores”.

Los investigadores creen que, tras el asesinato de Dris, la banda de Tayena se está disolviendo. Huido de Ceuta e instalado en Algeciras, Tayena parece haberse quitado de en medio. El ex miembro de las bandas corrige: “Se están reorganizando. Y van a ir a por todos. Esto es una guerra y queda mucho por delante. Tayena es un informante de la Policía y entra y sale de Ceuta cuando le da la gana”. Mientras, Piolín y Laika siguen en El Príncipe, esperando.

Es en este contexto y si nada lo remedia en el que van a crecer los hijos de Dris, el inocente asesinado en el garaje. Su futuro es lo que más preocupa ahora a sus compañeros. Nada parece funcionar ante esta inédita guerra de bandas. En El Príncipe cuentan los días para el siguiente asesinato. “Son sanguinarios, hermano”, dice un vecino joven. “Les da todo igual. Son niños armados”.

Más información

Archivado En