Mujeres transfronterizas atrapadas en Ceuta
El cierre de la frontera hispanomarroquí desde hace dos años ha dejado en un limbo legal a cientos de trabajadoras
Al margen de la alta diplomacia, de los miedos heredados y de los sobresaltos puntuales en torno a la valla, la economía de Ceuta —y también de las localidades marroquíes limítrofes— depende del tránsito transfronterizo. De bienes y también de personas. No será noticia de portada —y ahora menos con la guerra de Ucrania y la crisis mundial sobrevenida—, pero Ceuta vive un drama diario y prácticamente invisible desde hace ahora dos años. El de las mujeres marroquíes —y tambi...
Al margen de la alta diplomacia, de los miedos heredados y de los sobresaltos puntuales en torno a la valla, la economía de Ceuta —y también de las localidades marroquíes limítrofes— depende del tránsito transfronterizo. De bienes y también de personas. No será noticia de portada —y ahora menos con la guerra de Ucrania y la crisis mundial sobrevenida—, pero Ceuta vive un drama diario y prácticamente invisible desde hace ahora dos años. El de las mujeres marroquíes —y también algunos hombres— que cruzaban cada día la aduana para trabajar en la ciudad española y que regresaban al anochecer después de limpiar casas, trabajar en la hostelería o cuidar a personas mayores. Muchas de estas trabajadoras transfronterizas se encontraron en la primavera de hace dos años ante una difícil encrucijada. Marcharse a Marruecos para enfrentar junto a su familia una pandemia por entonces desconocida, o quedarse en España para mantener un trabajo que era el único sustento de sus hijos, padres y abuelos:
—Si me iba con mi familia a Marruecos —explica Nadia—, perdía el trabajo en Ceuta y ni mis hermanos ni yo tendríamos con qué comer. Si me quedaba, conservaría el empleo de asistenta, pero quién sabe cuándo podría volver a verlos.
Nadia recuerda perfectamente dónde estaba y qué hacía el día que tuvo que tomar esa decisión, y también las consecuencias: “Decidí quedarme y ahora no sé si hice bien o mal, porque ya hace dos años que la frontera está cerrada y me siento como en una jaula. Hay tardes que me las paso llorando y eso que mi situación no es la peor. A una amiga mía se le ha muerto el padre y la madre durante este tiempo y no ha podido ir. Imagínese. Salió un día de su casa para venirse a trabajar y ahora cuando regrese estará la casa vacía, sin nadie. Y si estuviera lejos, en la otra parte del mar o qué sé yo, todavía, pero saber que tus padres se están muriendo ahí mismo, a 20 minutos andando, y no poder ir...”.
—¿Pero ni siquiera abrieron la frontera para un caso así?
—Ni siquiera. Hay mujeres que se han intentado marchar, pero la Guardia Civil las echa para atrás…
Melodía Gallardo, una joven educadora social, reconforta con su presencia y sus gestos de cariño el relato de Nadia. Melodía ha escuchado muchas de sus historias en la intimidad de un local donde la asociación Digmun enseña a estas mujeres a desenvolverse en español, a hablar con corrección, a escribirlo, también a que achiquen su soledad creando vínculos entre ellas: “Están atrapadas en Ceuta, como si estuvieran en una cárcel. Se les ha caducado el pasaporte y no pueden renovarlo, lo que les impide hacer cualquier gestión. No pueden ir a Marruecos porque la frontera está cerrada, pero tampoco a la península, porque el permiso transfronterizo que les permite trabajar aquí no les autoriza a cruzar el Estrecho. Es solo una especie de visado que les da derecho a venir a Ceuta por la mañana, pero con la obligación de regresar a Marruecos antes de la medianoche. Por eso, la mayoría de ellas no están empadronadas y ni siquiera tienen contrato de trabajo”.
Las 10 o 12 mujeres que esta tarde hacen ejercicios de escritura bajo la supervisión de Melodía cuentan detalles de su encierro forzoso. Hablan de años trabajando sin contrato, de sueldos que apenas llegan a los 350 euros al mes; salarios de miseria en cualquier otro lugar, pero que aquí y en sus circunstancias se convierten en la única posibilidad de que sus familias salgan adelante. Lo explica Nadia de una forma muy gráfica:
—Yo nunca he comido ni un duro de Marruecos. Porque mi padre trabajaba aquí, y cuando se murió, mi madre se quedó con una pequeña pensión. Pero después se murió mi madre y yo me vine a trabajar para poder sacar adelante a mis hermanos.
—¿Y nunca con contrato?
—Nunca. He trabajado en casas de gente de dinero, familias conocidas en la ciudad, y también en un supermercado muy conocido. Y cada vez que preguntaba por qué no me hacían contrato, me decían que antes tendrían que contratar a los españoles que estaban en una lista. Y luego añadían: pero como tú no tienes papeles no te podemos contratar. Y, claro, por eso también me pagan menos. Pero no soy de las que están peor. Tengo trabajo, gracias a Dios
Junto a Melodía y a Nadia, Touria Zarhount cuenta que cuida a una señora de 90 años, que jamás tuvo un problema de convivencia —”ni con los musulmanes ni con los cristianos”—, pero que el laberinto burocrático se convierte en un infierno y las deja desprotegidas: “A mí un abogado me engañó y me sacó todo el dinero”.
Es difícil saber cuántos trabajadores transfronterizos, entre mujeres y hombres, se han quedado varados en Ceuta tras el cierre de la frontera, que en un principio estuvo provocado por la pandemia, pero que después se convirtió en una medida de presión de Marruecos ante el Gobierno español en protesta por la hospitalización en Logroño del líder del Frente Polisario, Brahim Gali. Los transfronterizos que, a la postre, se convirtieron en rehenes de una estrategia diplomática que acaba de dar sus frutos con la reapertura de las relaciones diplomáticas entre Marruecos y España pueden ser cientos. Rachida Jraifi se atreve a hacer un cálculo: “De los que tienen contrato, alrededor de 200, pero sin contrato no sabría qué decir. Si a eso le sumamos los que se han quedado en Marruecos sin tener con qué sacar adelante a sus familias...”. El caso de Rachida es distinto del de otras mujeres que sí decidieron quedarse de forma consciente para conservar el trabajo. “Yo trabajo de empleada de hogar”, explica, “haciendo compañía a Reme, una señora que se quedó sola, porque su marido falleció y sus hijas están fuera. Yo, además de trabajar, estaba apuntada en el instituto y, como salía tarde, Reme me dijo: Rachida, quédate a dormir aquí, porque mañana tienes exámenes y después te vuelves a Marruecos. Pero al día siguiente cerraron la frontera y aquí me quedé. Aunque de haberlo sabido, también me habría tenido que quedar. ¿Quién iba a mantener a mi familia si no? Mi padre falleció, somos nueve hermanos y solo dos trabajamos fuera: una hermana en Argelia y yo aquí...”.
Rachida y otros compatriotas se han organizado para reclamar una solución institucional, pero el resultado ha sido nulo. “La cuestión”, explica, “ya no es solo que no podamos ir a Marruecos, es que también estamos atrapadas desde el punto de vista legal. La mayoría tenemos el pasaporte caducado y no podemos hacer ninguna gestión. No he podido ni matricularme en el instituto, ni enviarle dinero a mi familia —solo he podido hacerlo a través de mi empleadora, que es un amor, como una madre—, ni tampoco pedir el empadronamiento, ya que hemos estado aquí encerradas estos dos años. Pero ni eso nos reconocen. Nos dicen que no pueden hacer nada porque es cuestión de dos países soberanos, pero cuando quisieron cambiar la ley en el caso de los menores que se quedaron atrapados, sí que la cambiaron. Nosotras estamos en el limbo, atrapadas, ni para allá ni para acá”. Rachida cuenta que su amiga Fadua llegó embarazada, tuvo a su hijo aquí y aún no ha podido enseñárselo al padre, que otros amigos que se acercan a la frontera para gritarles a sus hijos que se acuerdan de ellos, que sean fuertes, que pronto estarán juntos. También de una tristeza que se le ha ido acumulando en los últimos meses y en la que no se reconoce: “Echo mucho de menos a la Rachida que era yo antes, me echo de menos a mí misma. Yo era siempre alegre, pero ahora estoy apagada”.