María y la rosa del azafrán
Tras una vida cultivando la planta, una vecina de Albacete se hace famosa por una foto en Twitter
En 1962, cuando tenía 18 años, María Jiménez trabajaba de asistenta (“de moza”) en una casa de Munera, un pequeño pueblo castellanomanchego de la provincia de Albacete. Por allí empezó a pasar, haciéndose el encontradizo, José Martínez, de 20. A saludar, decía, “pero poco a poco”. Cuando empezaron a salir, él tenía una bicicleta que hacía muchísimo ruido y, en lugar de la calle Mayor, la principal del pueblo, prefería circular por la calle Santana para no montar escándalo. Pero la calle Santana era más solitaria y estaba peor ...
En 1962, cuando tenía 18 años, María Jiménez trabajaba de asistenta (“de moza”) en una casa de Munera, un pequeño pueblo castellanomanchego de la provincia de Albacete. Por allí empezó a pasar, haciéndose el encontradizo, José Martínez, de 20. A saludar, decía, “pero poco a poco”. Cuando empezaron a salir, él tenía una bicicleta que hacía muchísimo ruido y, en lugar de la calle Mayor, la principal del pueblo, prefería circular por la calle Santana para no montar escándalo. Pero la calle Santana era más solitaria y estaba peor iluminada, y a María le aterrorizaba que, al llevarla por allí, José le quisiera dar un beso. “Y cómo sería el ruido de la bicicleta infernal que al final me convencía de cambiar de calle. Eso sí, se portaba muy bien conmigo”.
Se casaron a los seis años, no hubo luna de miel (no había dinero ni tiempo) y a los tres días compraron esta casa “por 11.000 duros”, recuerda perfectamente María (77 años) sentada en el salón de ese hogar, una vivienda baja de la calle San José de Munera (unos 3.500 habitantes) con huerto interior en un espacio que, con los años, ha ido creciendo hasta ser una propiedad de 600 metros cuadrados, incluida una pequeña tierra. Con ella está José (79 años), albañil jubilado, agricultor en activo.
En la tele, como en miles de casas de Castilla-La Mancha, está puesto el programa de Ramón García, En compañía, de la televisión regional. “Un programa”, dice el resumen de su web, “que tiene como objetivo ayudar a poner fin a la soledad de los castellanomanchegos. Un problema que, a día de hoy, afecta a miles de personas y que es una gran preocupación en la sociedad del siglo XXI”. Cada tarde el espacio se acerca a los hogares de la comunidad “para que personas que están solas consigan acabar con su soledad”. En compañía es una religión para muchísima gente que, sobre todo en invierno, cuando empieza el frío y anochece a las seis, no tiene más acompañamiento que el de la radio o la televisión. Y en esta casa poblada de retratos y fotos de los dos hijos y los cuatro nietos de la pareja (en la nevera y también en la mesa camilla, entre el cristal transparente y la madera), se presenta cada día Ramón García para hacer la vida menos áspera. “Yo voy pasado mañana a ese programa”, dice María de repente.
Los dos, José y María, han recibido en la calle a los periodistas de EL PAÍS con la frase más bonita con la que se les ha recibido nunca, casi el inicio de una novela: “Vosotros sois los que queréis saber todo sobre la rosa”. Sobre todo porque es una frase de verdad: los dos periodistas quieren saber todo sobre la rosa de azafrán, la planta que María cultiva en casa. El pasado 5 de noviembre, a las ocho de la tarde, su nieto Pedro Varea colgó un tuit con una foto en la que se ve a María mondando la rosa de azafrán y que se convirtió en un éxito instantáneo. “Mi abuela estaba mondando rosa para sacar azafrán y le dijo a una mujer ‘pásaselas a mi nieto, que es periodista y las pondrá en algún periódico”. “Y estoy triste porque no tengo ese poder, y busco un periódico que quiera poner en portada a mi abuela gratis para hacerla feliz”, escribió Varea, colaborador del digital El Salto. 11.000 retuits y 60.000 me gusta después puede decirse que Varea no solo tiene el poder de sacar a su abuela en el periódico, sino de llevarla a uno de sus programas preferidos de televisión. “Ha llamado a esta casa todo el mundo. Hasta de fuera de España. Yo no sé ni lo que es eso de Twitter ni nada, pero menudo susto me he llevado: ¡cuánta gente ha escrito en internet! La familia, los vecinos, los periodistas”, dice María.
”A nosotros, cuando nos casamos, mi padre nos regaló un azafranal. Dos celemines, que son casi media fanega”, dice la mujer utilizando antiguas medidas de unidad agraria castellana. Ahora lo hace ella sola porque la huerta es pequeña, pero en aquella época podían llegar a sacarse 20 kilos de azafrán. “Mi padre lo vendía, claro: era azafranero. Venían unos señores de Albacete a comprarlo y también se los compraban los moros para hacer tintes de ropa”.
El ‘oro rojo’
Una vez mondada la rosa y extraído el azafrán, este se tuesta. María lo machaca con el mortero y lo utiliza habitualmente en sus paellas, cocidos y guisos. José, en la huerta particular, saca la rosa de la tierra con cuidado, cavando junto a ella. De esa planta, de seis grandes pétalos morados, se aprovechará el bulbo del que nace —cebolla de azafrán, de la que el matrimonio tiene decenas almacenadas en un galpón— y María mondará para sacar de la flor los estigmas, el llamado oro rojo debido a la belleza de su nacimiento, su particular uso y, sobre todo, el precio de esta especia: entre 8 y 10 euros el gramo, entre 8.000 y 10.000 euros el kilo en la venta al por menor.
Anochece en Munera y un molino, junto a dos esculturas del Quijote y Sancho Panza, recorta el cielo anaranjado. Este año, el abogado Francisco José Valera y el cartógrafo Álvaro Anguix publicaron un ensayo en el que defienden que Munera es el lugar de La Mancha de cuyo nombre no quiso acordarse Miguel de Cervantes en las primeras líneas de la novela más famosa e influyente de la historia. La supuesta revelación originó un debate que deja una conclusión: se sigue desconociendo el lugar más célebre de la literatura universal. Puede ser Munera, puede no serlo. Hoy Munera es un pueblo más que soporta la estampida imparable de la España vacía. No María y José, que vieron marcharse a sus hermanos, a sus hijos y a sus nietos, todos a buscar “otra vida”, dicen. Ellos nacieron, viven y morirán aquí. En una casa por la que han paseado durante el confinamiento, salvados por el patio interior, el teléfono y la televisión; en un lugar en el que florecen un cerezo, un rosal, un granado, un níspero y un laurel, y donde quedan plantadas unas pocas rosas de azafrán, pues la mayoría de oro rojo, que desprende un olor hipnótico, lo tiene en unos pocos tarros que se abren para las grandes comidas familiares.
En esas reuniones, como las navideñas que se avecinan, José utiliza un horno construido por él en el que hacer pan, cordero o dulces. María, antes de despedirse, enseña un poco de carbón, uno de los últimos carbones recogidos por su padre azafranero, que después fue carbonero, y que ella guarda como guarda muchas palabras, una memoria y un mundo en lenta extinción. José, mientras, abre un enorme garaje en el que guarda toda clase de máquinas, herramientas, cachivaches, viejas motocicletas... ¿También la bicicleta que hace 60 años les obligaba a los dos desviarse por una calle más oscura y menos transitada? El hombre se echa a reír.