Mucho rojo y poco arrojo
Había demasiadas expectativas épicas de batalla decisiva entre comunismo y libertad, pero todo se quedó en detalles de color y refriegas verbales previsibles
Madrid está tan polarizado que seguramente medio Madrid solo veía el debate para ver lo imbéciles que son los de la otra mitad, y al menos divertirse un rato, pero es probable que quedaran defraudados. No se produjeron grandes alardes de esas personalidades que tanto alegran o desesperan a unos y otros. No hubo momentazos chungos, y se esperaban grandes bofetadas ...
Madrid está tan polarizado que seguramente medio Madrid solo veía el debate para ver lo imbéciles que son los de la otra mitad, y al menos divertirse un rato, pero es probable que quedaran defraudados. No se produjeron grandes alardes de esas personalidades que tanto alegran o desesperan a unos y otros. No hubo momentazos chungos, y se esperaban grandes bofetadas del choque entre Iglesias, Monasterio y Ayuso, entre el comunismo y la libertad. Pero debe de ser que la realidad es bastante más aburrida. Y eso que en la tele era todo muy grandilocuente, con titulares como “Mónica García llega a Telemadrid”, en letras enormes, y estilo de gala de los Oscar.
Los candidatos al entrar parecían enfadados, pero era la distancia de seguridad. Había mucho rojo, podía parecer que el comunismo ya está aquí, porque lo eligieron dos candidatas, Isabel Díaz Ayuso y Mónica García, y hasta una de las moderadoras. Ayuso —ya podemos decirlo así, sin el Díaz, porque hasta ella ya lo pone en sus carteles— entró la última, en plan estrella, como si los demás fueran los teloneros, esperando en el estudio desde hacía rato.
Iglesias fue el primero en quitarse la mascarilla, una rara de lunares, y le echaban sin parar un vaporizador en la melena. Tuvo ahí una asistente un buen rato ajustándole los brillos. Mónica García tenía mascarilla quirúrgica, que para eso es médico. Bal, naranja, y en este plan, todos atentos a los detallitos. Rocío Monasterio, negra. Miraba con los brazos en jarras la magnitud del estudio, quizá recordando que si ella gobierna aquello lo va a cerrar. Gabilondo ponía caras raras, la cámara le pilló varias veces. Era el único señor mayor, con corbata, con gafas, y además es que su lema es gobernar en serio. Ayuso sacó unas cuartillas a mano, llenas de subrayados fosforitos. Solo sonreía Edmundo Bal, y eso que es el que peor lo tiene.
Cuando empezó, Iglesias hizo una soflama muy rara para que nadie se quede sin votar en día laborable. Dijo que han creado un buzón: mijefenomedejavotar arroba no sé qué. Monasterio dijo “menas” a los veinte segundos. García se presentó, como si nadie supiera quién es, y la verdad es que es un poco así, pero jugó constantemente la baza de la naturalidad, de ser nueva y normal en esto. Ayuso anunció que nos trataría como adultos, aunque esta ya ha sido una legislatura para mayores de 18 años. Gabilondo lo primero que sacó fue el número de muertos en las residencias. Los letreritos del reloj de la pantalla eran de color de cada uno, un detalle.
Con Monasterio se ralentizaba la velocidad de la conversación, y silbaban sus eses mientras lanzaba palos a todos, aunque el primero obviamente al chalé de Galapagar. Sacó el primer cartelito, uno incomprensible del número de muertes por cada capítulo de Netflix, una de las pocas estadísticas del covid que nos faltaban, en referencia a un imaginario Iglesias tumbado viendo la tele mientras avanzaba la pandemia. Monasterio fue la que más se esforzó en que aquello se embarrara un poco, con ataques directos, pero no prosperó demasiado. Además de que Ayuso saca más de quicio a sus rivales que ella con un arqueo de cejas, es que al ser seis candidatos allí no era fácil engancharse, ponerse a discutir, todos estaban muy educados. Se veía que tenían que calentarse y la primera hora pasó sin grandes emociones.
Por fin Iglesias se animó a arrearle a Ayuso, que no veía la hora y le esperaba afilando el retintín. “¡No sonría!”, le dijo varias veces el líder de Unidas Podemos, que en estas ocasiones le gusta ponerse solemne. Luego ella se despachó: “es usted una pantomima”, “lo más mezquino que hay en la política española”. Ya estaba en su barra libre. Ayuso es una persona con quien uno se lo pasa bomba mirando las caras que pone, tiene algo de actriz de cine mudo, aunque luego no calla. Se defendió con su habitual desparpajo, estaba allí como de trámite, porque total no va a ir a más debates, y queda mucho para el 4 de mayo. Cuando salía la pantalla dividida entre ella y Mónica García parecían Zipi y Zape, iban vestidas igual.
Gabilondo tardó muchísimo en hablar, a las 21.47, porque no intervenía por alusiones, no le aludían. Le costaba imponer su discurso en 40 o 50 segundos, se mueve en razonamientos más largos. En cambio a Bal se le veía asombrosamente relajado, para el panorama que tiene, y estuvo bien, se le vio desenvuelto. Se nota que desayuna cucharadas de Nocilla (esto es cierto). Hacía todo lo posible por parecer moderado y sensato, y parecía mentira que fuera el mismo del lema “Madrileños por Edmundo”, que todos nos pasamos tres días pensando que era fake y luego resulta que no (esto iba en serio). El debate continuó sin insultos de calado, qué decepción, y muchos números de la pandemia, que se convirtió en el único monotema. Tanta épica con la batalla final entre comunismo y libertad y al final solo daban ganas de cambiar de canal.
La segunda hora se animó. Ya habían calentado, y veían que pasaba el tiempo y aún no habían echado la parrafada buena, la que habían ensayado. Gabilondo tuvo su mejor momento con lo que tenía más claro, los mantenidos de Ayuso, esa amable expresión de la presidenta para referirse a las colas del hambre. Se veía que al profesor le salía del alma, porque tenía un fondo filosófico, trascendental, de la condición humana, y se pudo explayar. Monasterio vino a bajar el nivel con su cartel que compara el supuesto dinero que se llevan jubilados y menas, que además violan mujeres en los parques, y eso si los okupas no se te meten en casa. Colocó siempre bien su mensaje tan clarito a su público. Ahí se unieron contra ella Gabilondo, Iglesias y también se metió Bal, que al final fue de los que más le sacudió, para recordarle lo que es el Estado de bienestar: “Tienen ustedes que aprenderlo porque son un poco antiguos”. Luego apuntó a Ayuso, y fue cosa de ver cómo los dos exsocios se echaban reproches a la cara. Cuando Gabilondo dijo que si gana no va a subir los impuestos, también se activó ese frente. Iglesias saltó casi con miedo: “Vamos a ver Ángel, desde el compañerismo…”. Y el otro que no y que no, y el exvicepresidente cabeceaba contrariado.
Pero al final nadie remataba. Y algo muy llamativo, Ayuso desapareció buena parte del tramo final. Quizá ella misma ya desconectó, esperando la hora. Al final solo habló porque le preguntó algo el moderador, y porque Mónica García, la más suelta, le lanzó un repaso de varios minutos, con el que se le vio nerviosa. Un efecto de la fragmentación y el fin del bipartidismo es que se dispersa la agresividad, hay que estar pendiente de demasiada gente, de introducir demasiados matices, y estos debates no alcanzan gran tensión dramática. El minuto de oro ya llega muy devaluado. Y si encima al final los periodistas plantean quién ha ganado el debate —solo se les ocurre a ellos, uno no se va a la cama con esos dilemas—, pues ni idea. Lo que hemos ganado es que ya se ha hecho.