Nunca digas nunca jamás: la lección para Puig, Oltra y demás políticos
En el frontispicio de todos los partidos debería figurar la famosa frase que pronunció el actor Sean Connery sobre su personaje James Bond
A principios de la década de los 70, tras el estreno de la película Diamantes para la eternidad, el actor Sean Connery declaró que “nunca más” volvería a meterse en la piel de James Bond para dar vida al seductor agente del servicio secreto británico surgido de la imaginación del escritor Ian Fleming. Trece años después, en 1983, Connery se comió sus palabras y reapareció en pantalla interpretando, esta vez, a un maduro Bond. El sarcasmo del director o de los pro...
A principios de la década de los 70, tras el estreno de la película Diamantes para la eternidad, el actor Sean Connery declaró que “nunca más” volvería a meterse en la piel de James Bond para dar vida al seductor agente del servicio secreto británico surgido de la imaginación del escritor Ian Fleming. Trece años después, en 1983, Connery se comió sus palabras y reapareció en pantalla interpretando, esta vez, a un maduro Bond. El sarcasmo del director o de los productores hizo que la película se estrenase bajo el título Never say never again (Nunca digas nunca jamás) en referencia a la promesa pronunciada y no cumplida por el actor protagonista, fallecido el pasado año.
Las retóricas incendiarias que han sustituido el diálogo reposado y razonable en la política, ese “ambiente de rencor y desconfianza partidistas” que describe el filósofo Michael J. Sandel en su magnífico ensayo La tiranía del mérito, han poblado de ultimátums y posiciones taxativas los discursos de nuestros responsables públicos; ellos, emulando a Connery, dicen “nunca más”, sabiendo que los tacticismos posteriores, el posibilismo y las caprichosas aritmética parlamentaria les obligarán a tragarse sus propias palabras, sus compromisos y promesas. En el frontispicio de todos los partidos debiera figurar la frase “Nunca digas nunca jamás”.
Vayamos con los ejemplos. Empecemos por los foráneos. En Italia, el tecnócrata Mario Draghi, ex jefe del Banco Central Europeo, está a punto de lograr la cuadratura del círculo político: convertirse en primer ministro del país alpino con el apoyo casi unánime de todos los partidos. Los italianos Beppe Grillo, fundador del movimiento 5 Estrellas (M5S), antisistema, y Matteo Salvini, líder del ultraderechista La Liga, se muestran dispuestos a apoyar a aquel -Draghi- que representa todo lo que ellos decían combatir desde posiciones irreconciliables. El sumidero de la historia ha absorbido los discursos antieuropeístas de Grillo y Salvini, incluida la abolición del euro, para dar soporte, por el bien de Italia, dicen, a un primer ministro europeísta que puso todo su empeño en salvar el euro.
En España los ejemplos se multiplican. En septiembre de 2019 el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, entonces en funciones, pronunció una frase que él ya habrá digerido, pero a muchos de sus votantes se les ha hecho bola: “No dormiría por las noches, como el 95 por cien de los españoles, si hubiese aceptado las imposiciones de Podemos para gobernar en coalición”. Cuatro meses después cerraba un acuerdo de gobierno al alimón con el objeto de sus pesadillas.
Los pronunciamientos exaltados de demonización del contrario suelen recrudecerse con la cercanía de procesos electorales, etapas muy permisivas que, tras el veredicto de las urnas, se reconducen hacia una cierta normalidad, aunque los parlamentos y hemiciclos siempre ofrecen refugio a las actitudes histriónicas de sus señorías.
Lo pudimos comprobar una vez más el pasado jueves, en las Cortes Valencianas, durante la sesión de control al Gobierno del Botánico. La oposición, en las figuras de Isabel Bonig (PP) y Toni Cantó (Cs), volvió por sus fueros para entrar a matar al Consell en su conjunto y a su presidente, Ximo Puig, en particular. La gestión sanitaria de la pandemia, la política de restricciones a la movilidad y el cierre de sectores económicos, las disensiones dentro del propio Consell, y las investigaciones sobre las empresas del hermano del Presidente fueron los asuntos en torno a los que pivotaron las andanadas de Bonig y Cantó, unidos en la tarea de apretarle las tuercas al ejecutivo autonómico. Luego, apagadas las luces y abandonado el hemiciclo, Cantó volverá a ser un interlocutor privilegiado de Ximo Puig, mucho más que Bonig. Cantó podría protagonizar un futuro remake de Nunca digas nunca jamás.
La vicepresidenta Oltra también emuló a Connery. Durante el crítico episodio del mes de diciembre a cuenta de los presupuestos autonómicos y las réplicas posteriores por discrepancias en la gestión de la pandemia, Mónica Oltra optó por marcar distancias con Ximo Puig y permitir que se visibilizara esa especie de huelga de brazos caídos en la defensa de la acción de gobierno que les mantiene como socios de legislatura. “Nunca más”, vino a decir la vicepresidenta, hastiada por el, a su entender, ninguneo al que se le sometía desde la Presidencia de la Generalitat. El pasado jueves, fue la primera en salir a la tribuna de oradores para echarle un capote de oro y grana a Puig y darle al PP donde más le duele: “Los hermanos no se eligen, pero la corrupción sí”, le espetó a la popular Eva Ortiz, tras recordarle el rosario de casos irregulares en los que se ha visto envuelto el PP.
Aunque rivales en las urnas, hoy Puig y Oltra siguen siendo socios de gobierno. Mucho tendrá que cambiar la demoscopia electoral para que en un futuro ambos no se necesiten para hacer viable una tercera edición del Botánico. Han aprendido que no hay que decir nunca jamás.