Han matado a un hombre, han roto un paisaje
La historia cruel de la emigración impone en la Playa de El Cabezo de Tenerife una de sus crueles páginas
En ese rincón hay cinco riscos que el invierno ha cubierto de musgo; son como dedos contra los que bate el mar con la violencia que en esta época se amansa y deja la arena lisa. Los niños pueden entrar al fin sin miedo a las piedras afiladas. Es El Cabezo, un refugio que ahora tiene enfrente, rompiendo el viejo horizonte de la isla, una enorme barcaza que le da servicio a un puerto ambicioso, pero aún mortecino. Por las mañanas ese paisaje se llena de sol. Poco a poco, las nubes se van asustando de esa irrupción paulatina, y de pronto rompe el astro y se hace combinación de amarillos y rojos, ...
En ese rincón hay cinco riscos que el invierno ha cubierto de musgo; son como dedos contra los que bate el mar con la violencia que en esta época se amansa y deja la arena lisa. Los niños pueden entrar al fin sin miedo a las piedras afiladas. Es El Cabezo, un refugio que ahora tiene enfrente, rompiendo el viejo horizonte de la isla, una enorme barcaza que le da servicio a un puerto ambicioso, pero aún mortecino. Por las mañanas ese paisaje se llena de sol. Poco a poco, las nubes se van asustando de esa irrupción paulatina, y de pronto rompe el astro y se hace combinación de amarillos y rojos, hasta que cubre el cielo de sangre de navaja. El reflejo del astro convierte la pequeña playa en un espejo de esas bellezas sucesivas que el cielo regala a la tierra a esas horas. Todos los días desde las ventanas, en la propia playa por donde caminan gimnastas o bañistas, alguien retrata lo que sucede como si fuera una novedad cada día lo que resplandece siempre. Es un paisaje. Francisco Candel, el escritor charnego, tiene una novela cuyo título hoy salta como la emoción de palabras que suscita el suceso que acaba de ocurrir en ese paraje: Han matado a un hombre, han roto un paisaje.
Aquí, donde cuatro hombres han fallecido en un cayuco que ha llegado de madrugada, la historia cruel de la emigración ha impuesto esta mañana una de sus crueles páginas. Julio Cortázar aconseja en un cuento que no se culpe a nadie. Entonces no queda más remedio que culpar a todo el mundo: a los europeos que han dejado que África se muera de sed y han abierto las puertas del desastre cerrando las puertas del mundo. A los españoles que no hemos sido capaces de doblar, a favor de África, la mano de los socios. A quienes han dejado que el racismo y el clasismo y el fanatismo forme parte de las armas secretas de esta conspiración contra la emigración africana. No hay ni pedagogía ni piedad, y seres humanos que no conspiran contra nadie, sino a favor de la vida, se ven en la necesidad de dejar lo mucho que tienen, el afecto en casa, incluso la vida, para hacer un viaje de muerte y escalofrío.
El Cabezo es algo así como un jardín del mar, que en invierno se amansa como una duna; pero esta mañana es el paisaje roto de un final de viaje que ha sido igual en cada una de las calas que hay así en Canarias o en el Mediterráneo; los que miramos al sol para hacer metáfora de la belleza de nuestro litoral tenemos hoy la cruda realidad llamando a la puerta para que gritemos desolación o rabia. Pero, ¿a quién se grita ahora cuando ya la muerte es el paisaje mismo, ese cayuco vaciándose de los viajeros y del viaje? La huida acabó, el mundo no les resultó hospitalario, y nosotros, seamos o no racistas, seamos o no clasistas, seamos o no culpables, somos parte de esa navaja que va cortando, palabra a palabra, la palabra hospitalidad.