Juan Alarcón, el “primer secretario”

Estrecho colaborador del expresidente socialista Felipe González

Juan Alarcón en una imagen de 1975.EL PAÍS

Conocí a Juan Alarcón muchos años antes de que llegara a EL PAÍS en 1983 como secretario en su delegación andaluza. “Primer secretario”, recuerdo que decía de sí mismo. Me sorprendió su capacidad de ser muchos personajes a la vez: podía arreglar una tubería, conducir un coche con los pies, diseñar una casa, hacer una fotografía que saliera en primera de este diario, corregir un discurso a Felipe González o, por culpa de este, equivocar al mundo creyendo todos que era un intelectual en el equipo del presidente del Gobierno. Me metía con él diciéndole “qué disfraz usas hoy Mortadelo”. Calderero,...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

Conocí a Juan Alarcón muchos años antes de que llegara a EL PAÍS en 1983 como secretario en su delegación andaluza. “Primer secretario”, recuerdo que decía de sí mismo. Me sorprendió su capacidad de ser muchos personajes a la vez: podía arreglar una tubería, conducir un coche con los pies, diseñar una casa, hacer una fotografía que saliera en primera de este diario, corregir un discurso a Felipe González o, por culpa de este, equivocar al mundo creyendo todos que era un intelectual en el equipo del presidente del Gobierno. Me metía con él diciéndole “qué disfraz usas hoy Mortadelo”. Calderero, sastre, soldado, espía… Como un sevillano para una novela de Le Carré que el lunes murió a los 76 años.

Jesús de Polanco lo adoraba y Augusto Delkáder no quería saber nada cuando bajaba a Andalucía si no se lo contaba Alarcón. Recogía las crónicas de los corresponsales por teléfono y se las corregía sobre la marcha. Los novatos no podían entender que les dijera “esa coma no va; haz un punto y aparte. ¿Dónde te enseñaron a escribir, chaval?”. Si creías perder la dignidad, estabas listo. Se lo hizo una vez a Joaquín Vidal en una crónica de toros y este, socarrón, se lo aceptó.

Podía decirte barbaridades que todos le admitíamos y reíamos por ese extraño y auténtico sentido de las cosas, irónico y procaz, que ejercitaba con todos y cada uno. Su mirada era como un escáner que en segundo y medio descubría quién era su interlocutor y cómo había que entrarle para, sin ofender, decirle las cosas muy claras y que luego le invitara a un colacao. Era un baño de realidad en medio de la Redacción con un almacén de ternura disimulada que ejercía en los momentos oportunos.

Aprendí mucho de su manual de supervivencia callejera y me resulta muy difícil escribir de él sin romperme en pedazos, como nos está pasando a todos los que lo conocimos. Su complicidad y amistad con Felipe González, de quien fue chófer muchos años, fue absoluta en los tiempos de la clandestinidad y lo ha seguido siendo hasta hoy. Si tenía que guardar un secreto se lo llevaría hasta la tumba. “Si me detuviera la Social, antes del primer bofetón pediría papel y pluma y contaría desde el paleolítico hasta hoy sin pausas”, bromeaba.

Seguro que le hubiese gustado contar chistes y aventis en su funeral. No ha podido ser, pero todos recordamos lo mejor de su repertorio de vida.

Pablo Juliá fue fotógrafo de EL PAÍS en Andalucía entre los años 1983 y 2006.

Archivado En