La vida en un juzgado de pueblo

Miriam García, la única juez de Almadén, relata con pasión un trabajo donde independencia y cercanía son fundamentales

La juez de Almadén, Miriam García, revisa unos documentos en el juzgado de Puertollano. ÁLVARO GARCÍA.

La noche que la juez Miriam García envió a aquel hombre a prisión no pudo pegar ojo. Se trataba de un vecino del pueblo, padre de familia numerosa, en paro, al que conocía desde hacía algún tiempo porque le estaba tramitando su proceso de divorcio. Aquel hombre tenía además una curiosa afición. Cuando se necesitaban voluntarios para formar una rueda de reconocimiento, allí acudía él. Se colocaba encantado junto al sospechoso y a otros figurantes de similar aspecto:

—Así que cuando la Guardia Civil me propuso pincharle el teléfono por un asunto de drogas —explica la juez— y comprobamos q...

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La noche que la juez Miriam García envió a aquel hombre a prisión no pudo pegar ojo. Se trataba de un vecino del pueblo, padre de familia numerosa, en paro, al que conocía desde hacía algún tiempo porque le estaba tramitando su proceso de divorcio. Aquel hombre tenía además una curiosa afición. Cuando se necesitaban voluntarios para formar una rueda de reconocimiento, allí acudía él. Se colocaba encantado junto al sospechoso y a otros figurantes de similar aspecto:

—Así que cuando la Guardia Civil me propuso pincharle el teléfono por un asunto de drogas —explica la juez— y comprobamos que efectivamente estaba traficando, no me lo podía creer. Un juez de pueblo puede llegar a tener un conocimiento muy grande del vecino al que le toca juzgar. Lo conoces en todas sus facetas, tanto para bien como para mal. A algunos los mandas a prisión sabiendo que, además de traficar, pegan a su mujer, tratan mal a su madre… Pero hay otros casos en los que dices jolín, tiene cuatro hijos, no tiene trabajo, le han ofrecido mucho dinero para que pase no sé cuántos gramos de cocaína y llega al juzgado derrumbado, diciéndote señoría, me he equivocado… Pero lo tienes que enviar a la cárcel y esa noche no puedes conciliar el sueño.

Miriam García López tiene 31 años y es natural de la localidad vizcaína de Elorrio. Estudió Derecho en la Universidad de Deusto y solo necesitó año y medio para prepararse y aprobar las oposiciones a juez —la media está entre tres y cuatro años—. En la escuela judicial de Barcelona conoció al madrileño José Lara Astiaso y se hicieron novios. Ya han pasado siete años desde que ejercen como jueces. Durante un tiempo estuvieron adscritos a juzgados de Madrid. Ahora ella es la titular del único juzgado de instrucción de Almadén y él lleva uno de los tres de Puertollano, en la provincia de Ciudad Real. Tienen un hijo de cuatro años que el otro día dibujó la escena de un juicio —con papá, mamá y un ladrón— y una niña de apenas tres meses. La juez está todavía de baja maternal y, curiosamente, le ha tocado a su marido atender de forma provisional el juzgado de Almadén. Hay una pregunta que los dos responden rápidos y al unísono.

—¿Su trabajo real cumple las expectativas que tenían cuando estudiaban para ser jueces?

—Sí, incluso las aumenta.

Es mediodía del jueves. En Madrid, Pablo Casado le está zurrando de lo lindo a Santiago Abascal. Pedro Sánchez y Pablo Iglesias observan el espectáculo desde su rincón. Hace tiempo que la política se practica en el cuadrilátero y cualquier asunto se convierte en motivo de trifulca partidaria. Es el caso de la renovación del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ). Desde hace tiempo, PSOE y PP pugnan a cielo abierto por controlar el órgano de gobierno de los jueces, una refriega que causa estupor en la carrera y puede provocar en la ciudadanía más desconfianza sobre su imparcialidad. Es curioso, porque una encuesta muy reciente realizada por Metroscopia a instancias del CGPJ indica que el 99% de los jueces —2.902 mujeres y 2.439 hombres— se sienten totalmente independientes para tomar decisiones, aunque un 83% da por descontado que todos los Gobiernos, sea cual sea su color, se preocupan más por controlar a la judicatura que por ofrecerle los medios para que sea más eficaz.

—Un juez de pueblo como yo —explica Miriam García— tiene dos formas de empezar el día, dependiendo de si suena el teléfono o no. Si no suena, tienes tiempo de despertarte tranquila, llevar a tu hijo al colegio... Pero si, a eso de las siete de la mañana, te llama la Guardia Civil, el día se precipita. Suele ser alguno de los delitos habituales: violencia de género o en el ámbito familiar —padres contra hijos, hijos contra padres—, un ladrón al que han pillado in fraganti, alguien trapicheando con drogas... Vas al juzgado a la carrera, llamas a tu madre para que se encargue de los niños, tienes que suspender las cosas que tenías previstas o no suspenderlas y llegar a tu casa a las tantas de la tarde... A mí el trabajo de juez de pueblo me gusta precisamente por eso, porque cada día es una aventura. Un día no sucede nada, pero al día siguiente de repente dices: ¡madre mía lo que ha pasado, ni en una novela negra!

La juez García López habla con pasión de su trabajo. De las operaciones antidroga cuidadosamente preparadas durante meses con la Guardia Civil, y también de aquellas que dejan una herida profunda, imposible de borrar. “Se me viene a la cabeza”, dice mirando a su marido, “aquella operación contra la pornografía infantil. Teníamos indicios, pero no sabíamos si serían suficientes. Yo repetía a los agentes durante el registro: ¿hemos encontrado algo? ¿hemos encontrado algo? Y por fin lo encontramos. Vídeos y fotos. Terribles. No se me olvidarán en la vida. Y el detenido que me mira y me pregunta intentando provocarme: ¿usted no tiene un lado oscuro? Y tienes el impulso de decirle cualquier cosa, pero no lo haces, porque esa tiene que ser la grandeza del juez. Y también la grandeza de nuestro sistema, que hace que el juez que juzga sea distinto al que instruye para evitar que la excesiva información que terminas acumulando durante la instrucción juegue en contra o a favor del acusado...”.

La juez García López habla con su marido, el juez de Puertollano José Lara Astiaso. ÁLVARO GARCÍA.

Hay una palabra recurrente en la conversación. O tal vez dos. La primera es independencia. La segunda, cercanía. “Al contrario que el fiscal, que sí tiene un jefe jerárquico y consulta con él las decisiones”, explica Miriam García, “el juez esta solo, es independiente. Y un juez de pueblo además es alguien muy cercano, alguien a quien las víctimas de un robo vienen a verlo, entran en el despacho y te dicen: señoría, no entiendo por qué usted ha dejado libre al que desvalijó mi casa mientras estaba en la boda de mi hija. Alguien que sabe que solo tiene que aplicar la ley, pero que le gustaría a veces llamar al legislador y decirle qué hago con esta mujer de 60 años que tengo aquí sentada, que su marido le ha pegado desde la noche de bodas y que te dice: yo lo único que quiero es irme a mi casa, señoría, que mi corazón dice una cosa y mi cabeza otra... Es tremendo. El legislador tendría que poner el foco en esas mujeres que no se atreven, y se van, y yo no puedo hacer nada”.

Todo eso y mucho más es el día a día en un juzgado de pueblo. La juez García López no lo cambiaría por nada del mundo. Tan lejos de Madrid y tan cerca de la gente.


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