Viaje en el tiempo por la legendaria Ruta de la Seda
De Samarcanda a Bujará y Jiva, Uzbekistán es un destino desconocido para muchos con el que sumergirse en una de las rutas más icónicas de la historia. Todo un festín para los sentidos
Milenaria, misteriosa y casi mística, la Ruta de la Seda fue, en realidad, todo un entramado de caminos que, durante siglos, recorrieron las caravanas de comerciantes desde el continente asiático hasta los lejanos mercados europeos y africanos. De todos los países por los que pasó, puede que ninguno sea más apropiado para asomarse a lo que fue, a las culturas que la conformaron y a los conquistadores que hicieron y deshicieron imperios que la actual Uzbekistán. Desde Taskent, su moderna capital, a la milenaria Samarcanda, la enigmática Bujará y Jiva, la joya del desierto de Kyzyl Kum, adentrarse hoy por sus calles es asomarse a un pasado y una historia dignas de los cuentos de las Mil y una noches. Una aventura que muchos aún desconocen y que Kannak, turoperador del grupo World2Meet, acerca al público español con rutas en otoño (del 4 de septiembre al 30 de octubre) y primavera.
La realidad de Uzbekistán, cuna y mezcla de etnias como la uzbeka, la rusa, la kazaja o la tayika, es hoy la de un país con un 83 % de población musulmana (la mayoría suníes), pero laico y dotado de constitución cuya progresiva apertura ha hecho crecer un turismo que aún dista de estar masificado. Es por ello el momento ideal para seguir los pasos de las antiguas caravanas de la Ruta de la Seda y pasear por sus más icónicos enclaves.
Taskent, entre la historia y la modernidad
Si optas por recurrir a los servicios de Kannak, llegarás a la capital uzbeka a bordo de un Airbus 330 de World2Fly. Allí tomarás contacto con una ciudad acogedora que permite vislumbrar trazos de su rico pasado, que se remonta hasta el siglo V antes de Cristo. Y es que Taskent, devastada por la invasión mongola de Gengis Kan en el siglo XIII, sería posteriormente reconstruida en el XIV por el emperador y héroe nacional Tamerlán, con quien prosperó.
Con 2,3 millones de habitantes, la ciudad (antes llamada Shash, Chach y Binkent) es una urbe vibrante cuyo paisaje entremezcla edificios modernos con otros característicos de la arquitectura brutalista soviética, de la que el hotel Uzbekistán es quizá el mejor ejemplo; vestigios históricos y, curiosamente, una llamativa superpoblación de Chevrolet (General Motors tiene fábrica en el país, e importar coches está penalizado fiscalmente).
Caminando por sus calles podrás llegar, por ejemplo, a la plaza de la Independencia, y conocer el paseo de la Fama, flanqueado por dos galerías con artesonado y columnas de madera tallada que contienen los Libros de la Memoria, cuyas grandes hojas de cobre albergan los nombres del medio millón de uzbekos que murieron durante la Segunda Guerra Mundial. Allí, además, se encuentra la escultura a la Madre Patria y la llama eterna.
Explorando la capital (no dejes de disfrutar de su red de metro, con estaciones de gran interés arquitectónico como las de Alisher Navoi, Mustakillik Maydoni, Pakhtakor o Kosmotavtlar), llegarás a la casa del duque Alexeivich Romanov, sobrino del zar Nicolás II. En esta casa palacio, erigida en 1889, vivió y murió en 1918, tan solo un año después de la revolución rusa. Cuenta la historia que el zar desterró a su sobrino cuando se descubrió que este había robado unas joyas familiares para regalárselas a una bailarina norteamericana.
Samarcanda, la milenaria
Dejando atrás Taskent, nos sumergimos de lleno en nuestro viaje por el tiempo hasta llegar a Samarcanda, una de las ciudades más antiguas del mundo y enclave estratégico de la Gran Ruta de la Seda durante más de 2.000 años; por ella fluye una historia tan rica como misteriosa. Fundada en el siglo VIII y declarada Patrimonio de la Humanidad en 2001, llegó a ser una de las principales ciudades de Asia Central, y por ella pasaron Alejandro Magno, Gengis Kan y, por supuesto, Tamerlán. Samarcanda se convirtió en capital del imperio de Timur en 1370 y allí está su mausoleo, el Gur-e-Amir, con su gran cúpula azul y una intricada decoración interior dorada. Cuenta la leyenda que al abrir el sepulcro, en 1941, los arqueólogos encontraron una inscripción que decía: “Quien abra mi tumba desatará un invasor más terrible que yo”. Y apenas unas horas después, Hitler invadió la Unión Soviética.
Ruy González de Clavijo, embajador del rey castellano Enrique III, llegó hasta allí en 1404 con la esperanza de crear una alianza con Tamerlán para guerrear contra los turcos, pero la prematura muerte del emperador (en 1405) frustró aquel intento.
Entre las visitas obligadas de Samarcanda está, por supuesto, el Registán, la plaza principal donde se escuchaban las proclamaciones reales. Este imponente enclave está enmarcado por tres antiguas madrasas (escuelas islámicas) construidas entre los siglos XV y XVII y cuya profusa decoración, con mosaicos y azulejos de color azul, lapislázuli, índigo y oro, invitan a la reflexión. Un gran espacio abierto que adquiere, por la noche, un ambiente alegremente festivo, con las tres edificaciones iluminadas con igual generosidad de colores y donde se puede disfrutar de un atractivo espectáculo de luz y sonido.
A solo media hora de paseo (o 10 minutos en taxi), la necrópolis de Shah-i-Zinda (cuyo nombre, que significa “el rey viviente”, hace referencia a Qutham ibn Abbas, primo de Mahoma, supuestamente enterrado aquí) es una de las más imponentes del mundo árabe. Sus majestuosas tumbas y mausoleos, erigidos entre los siglos XI y XIX, están decorados con fragmentos del Corán en caligrafía árabe y hermosos patrones florales y geométricos que, sin duda alguna, lo convierten en una parada obligada. También merece la pena una visita la mezquita de Bibi-Khanyum, destruida por el terremoto de 1898 y posteriormente reconstruida. Para conseguir una experiencia completa, busca el cercano restaurante Zargaron y cena en su azotea mientras disfrutas de las vistas.
En Conigil, además, puede visitarse un taller de papel de seda, hecho de la corteza de la morera. Aunque quedó en desuso al popularizarse el papel moderno, en el taller (instaurado con ayuda de la Unesco en 1996) se sigue elaborando a mano, como forma de preservar la tradición y dedicándolo a la fabricación de artesanía, la restauración de documentos históricos e incluso bajo pedido.
Una recomendación final antes de proseguir con tu ruta: no dejes pasar la oportunidad de visitar, en algún momento, un mercado local como el de Siyob. Allí podrás encontrar productos locales como frutos secos y deshidratados, dulces típicos como el halva, artesanía, pañuelos de seda o ropa tradicional, pero recuerda siempre regatear a la hora de hacerte con tus recuerdos: con algo de habilidad, puede que rebajes el precio hasta la mitad de la cantidad inicial.
Bujará, patrimonio de la Humanidad
La referencia no es, en modo alguno, gratuita: esta ciudad, punto intermedio en la Ruta de la Seda y la siguiente etapa en el viaje, es la única ciudad de Asia Central que puede hacer gala de tener casi 2.000 monumentos declarados como Patrimonio de la Humanidad. Su casco histórico, con mezquitas, madrasas y vestigios de los antiguos caravasares (las posadas en las que descansaban los viajeros y las caravanas de la Ruta de la Seda), cautiva por derecho propio la imaginación de visitantes de todas partes del mundo.
El primer destino en Bujará es, sin duda, el conjunto de Po-i-Kalon. Con su madrasa (aun en funcionamiento), su mezquita y su minarete, bien merece no una visita, sino dos: una durante el día, para visitar sus dependencias, y otra por la noche, con el fin de disfrutar mientras das un paseo de la belleza cautivadora de su iluminación exterior.
Allí, entre la madrasa de Mir-i-Arab y la mezquita Kalon, consigue destacar el espectacular minarete Kalon, cuya esbelta e impresionante figura (mide nueve metros en la base, seis en su parte superior y 47 de alto) esconde también un pasado oscuro: se la conocía también como la “torre de la muerte”, ya que desde allí se arrojaban al vacío a los condenados a muerte. Posee, además, el honor de haber resistido en pie la invasión de Gengis Kan, un privilegio del que pocos pueden hacer gala. Sin ir más lejos, en el patio interior de la mezquita, los visitantes se encuentran con un pequeño mausoleo simbólico que recuerda (dice la leyenda) la masacre de 700 niños pisoteados allí mismo por la caballería del temible conquistador mongol.
Imperdible es también (y seguimos sumando a la lista) la encantadora mezquita de Bolo Hauz, con su característico pórtico de 20 delgadas columnas de madera tallada y un estanque que, situado enfrente, fue antiguamente usado como una de las reservas de agua para los habitantes de la ciudad.
Más allá se erige el Arq, durante 15 siglos (y hasta la invasión rusa) fortaleza de los emires de Bujará, con sus inclinadas e imponentes murallas. Enfrente, la torre Shukov es una antigua torre de agua reacondicionada como observatorio desde el que disfrutar de las vistas, además de reponer fuerzas o refrescarte en el restaurante ubicado a sus pies. Y, si tienes tiempo, acercarte al complejo de Khodja Zaynuddin o a Char Minor, y disfrutar allí de sus cuatro minaretes.
La visita a Bujará te permitirá conocer otros aspectos de la cultura uzbeka. Es, por ejemplo, un lugar ideal para degustar el shashlik (kebab) o el sabrosísimo plov, uno de los platos más típicos de la gastronomía uzbeka, elaborado con arroz, cinco tipos de aceite vegetal, verduras, garbanzos, carne, uvas pasas y especias. Darte un paseo por alguno de sus bazares. O explorar la plaza de Kiabi-Khauz, con su estanque rodeado de restaurantes y cafés, y conocer en Bukhara Puppets la rica tradición de las marionetas, presentes en la cultura uzbeka desde el siglo IV antes de Cristo.
Jiva, la gema del desierto de Kyzyl Kum
El aparentemente inhóspito desierto de Kyzyl Kum guarda no pocas sorpresas. En sus más de 300.000 kilómetros cuadrados entre Uzbekistán y Kazajistán, habitan escorpiones, víboras y chacales, pero también suricatas, marmotas, ciervos, águilas, buitres o jabalíes, entre otros. Y allí, entre los ríos Amu Darya y Syr Darya, surge, como congelada en el tiempo, la ciudad amurallada de Jiva, la que fuera la última parada de las caravanas antes de atravesar el desierto de Irán y la ciudad medieval mejor conservada de Asia Central. Famosa entonces por su mercado de esclavos, su complejo arquitectónico de Itchan Kala sirve de colofón extraordinario a nuestro viaje por la Gran Ruta de la Seda.
Patrimonio -cómo no- de la Humanidad, el restaurado complejo de Itchan Kala es, con sus 26 hectáreas y cuatro puertas, un auténtico monumento a la ruta en el que se concentran ocho mezquitas, 31 madrasas, 14 minaretes, 12 mausoleos y seis palacios. Allí, sobre un mar de arquitectura de adobe (se puede pasear gratuitamente por sus murallas), destaca el minarete de Kalta Minor. Empezado en 1853 y concebido para ser el más alto del mundo árabe, la prematura muerte de su impulsor, Mohammed Amin Khan, hizo que quedara inconcluso. Aun así, con una altura de 29 metros y un diámetro de casi 15, su figura sigue siendo imponente.
Entre sus muros, es recomendable no olvidarse de visitar la antigua fortaleza (Khuna Ark), levantada entre los siglos XVII y XIX; allí podrás conocer además la forma de vida nómada que caracterizaba a los antiguos habitantes de las estepas de Asia Central. Tampoco la mezquita de viernes, con sus 213 columnas: construida originalmente en el siglo X, fue destruida en su totalidad por Gengis Kan y posteriormente reconstruida, tras la independencia de Uzbekistán: las columnas que allí se encuentran provienen de distintos periodos y fueron compradas o donadas por numerosas familias.
Mientras estás allí, aprovecha para dejarte llevar (un poco) y curiosea entre los ubicuos puestos de recuerdos que pueblan sus calles: te esperan sombreros tradicionales, exquisitas alfombras, instrumentos musicales, camellos de peluche, artesanía de madera tallada o seda, por ejemplo. Y, por supuesto, zambullirte en la puesta de sol desde una de sus azoteas, para sentir en lo más profundo del alma toda la magia y la historia de la fantástica Ruta de la Seda.
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