Qué ver en el norte de Madagascar
Un viaje por la macroisla del océano Índico con paradas en la animada ciudad de Diego Suarez, la montaña de Ámbar y sus lémures, el increíble paisaje rocoso de Ankarana y las paradisíacas playas de Nosy Be
Vista desde la ventanilla del avión que acaba de despegar de Antananarivo, la isla de Madagascar se antoja una mancha roja y reseca que poco tiene que ver con esa arca de Noé de la biodiversidad que glosan las guías turísticas, ese lugar donde, supuestamente, viven más de 200.000 especies de seres vivos, unos 8.000 de ellos endémicos de esta macroisla del océano Índico. Siglos de implacable deforestación incontrolada han cambiado lo de isla verde por isla roja. Sin embargo, cuando dos horas después la aeronave empieza a perder altura en busca del aeropuerto de Diego Suarez, el escenario cambia y el tono verde vuelve a dominar. La esquina septentrional de esta gigantesca isla, la cuarta más grande del mundo, sigue manteniendo parte de la cubierta vegetal original y atrae hoy a la mayoría de los escasos turistas —unos 400.000 en 2019— que llegan a un país con una de las rentas per cápita más bajas del mundo. Esa cifra de visitantes está aún muy lejos de recuperarse así que, si odia la masificación turística y busca un lugar donde pueda estar solo en kilómetros y kilómetros de playas de postal, este es su destino.
Madagascar es una realidad compleja y poliédrica, un país con 18 etnias y otros tantos dialectos o lenguas, con mezcla de rasgos bantús y asiáticos, con paisajes que unas veces recuerdan a las selvas del Congo y otras, a los arrozales de Indonesia. Que pese a estar a apenas 400 kilómetros de la costa africana fue colonizada por pescadores y navegantes malayo-polinesios que venían del extremo opuesto del océano, tras atravesar 6.000 kilómetros de agua en piraguas de madera. Una monarquía de súbditos tan pacientes que tuvieron un rey llamado Andriantsimitoviaminandriandehibe que no fue depuesto ante la imposibilidad de pronunciar semejante nombre, o que fue gobernado en el siglo XIX por una dinastía de reinas poderosas y hedonistas enamoradas de la arquitectura europea que ordenaron construir sobre una colina de Antananarivo, la capital, el más fantástico palacio neorrenacentista de toda África.
La capital del norte y por donde debería empezar este viaje es Diego Suarez —desde 1975, conocida localmente como Antsiranana—, una ciudad que hasta podría definirse como limpia y ordenada si se compara con el caos y la polución de Antananarivo. Se ubica al fondo de una de las bahías más grandes y seguras del mundo, explorada por primera vez por dos navegantes portugueses, Diogo Dias en 1500, y Fernando Suárez, en 1506, de quien tomó el nombre. Diogo —a secas, como la llaman los malgaches—, es una ciudad animada y con una intensa vida nocturna (hasta demasiado intensa si hay junto a tu hotel uno de sus bares-discoteca con música estridente hasta las cinco de la mañana). El turismo, el puerto pesquero y comercial y algunas viejas villas coloniales francesas bien restauradas en la calle principal la dan un cierto aire cosmopolita, pero los cientos de tuctucs amarillos que culebrean sin orden entre el caos urbano y el abigarrado mercado que ocupa las calles del centro, con toda su amalgama de olores, colores, sabores y charcos de aguas malolientes, devuelven al viajero rápidamente, para bien y para mal, a la realidad de África.
La primera excursión a hacer desde Diego Suarez es a las tres bahías dentro de la bahía grande, donde las playas son cementerios blancos de coral y las aguas, cestos sin fondo de tonos turquesas y malaquitas. Hay muchas de ellas solitarias (y barridas por vientos tremendos de junio a septiembre), aunque a los habitantes de Diego a la que más le gusta ir es a la playa de Ramena, con una serie de restaurantes populares de caña y chamizo sobre la arena, donde probar buen pescado en un ambiente completamente local. De Ramena salen también las excursiones en lancha o en dhow de vela triangular al mar Esmeralda, una ensenada de la bahía con el agua más cristalina y verde que he visto en mi vida.
Desde Diego, una carretera destrozada —como todas las del país— en la que se avanza más rápido a pie que en coche, lleva hasta la montaña de Ámbar, uno de los parques nacionales más singulares de Madagascar, recuerdo del bosque tropical que un día cubrió la isla y del que hoy solo quedan manchas. Por fortuna, la política de protección de la naturaleza iniciada en 1954 precisamente con este espacio logró crear una red de 17 parques nacionales y otras 30 reservas forestales donde disfrutar de una visión domesticada, pero real, de lo que un día fue la isla.
En la montaña de Ámbar el tiempo se detiene y el envoltorio justifica las penalidades del viaje. Una selva tropical lluviosa cubre todo el macizo montañoso de 1.500 metros de altitud con miles de especies vegetales, muchas de ellas endémicas de esta isla. Por encima de esta canopia solo sobresalen los ramy, rascacielos de la selva que elevan su penacho de hojas hasta 35 y 40 metros de altura en esta competición a vida o muerte por un rayo de sol que es la selva húmeda. Abajo, entre el laberinto oscuro de lianas y troncos, hay lagos volcánicos cuyas aguas simulan el color del jade, cascadas forradas de líquenes y ríos de aguas achocolatadas. Y unos extraños seres que saltan de rama en rama por las alturas. Son los lémures, uno de los endemismos más conocidos y estudiados de Madagascar.
Estos simpáticos mamíferos son primates prosimios, pero cómo llegaron a la isla y por qué evolucionaron solo aquí sigue siendo un debate para la ciencia. Se supone que, cuando hace 65 millones de años Madagascar se desprendió del subcontinente indio en la deriva de los continentes, estos animales no estaban presentes. Y que llegaron más tarde a bordo de balsas de vegetación arrastradas por la corriente desde el continente africano. Hay unas 105 especies, desde el microcebú, de apenas 30 gramos de peso, a otros de vida nocturna y muy difícil observación, como el aye-aye, el que buscaba Gerald Durrell en su divertido Rescate en Madagascar.
La siguiente parada, tras otra jornada de baches y polvo en ruta, atravesando arrozales que parecen sacados de Indochina, es la reserva especial Ankarana, el paraje más impactante (por raro) del norte de Madagascar. Lo que los viajeros venimos buscando aquí es su famoso tsingy, palabra malgache que significa “el lugar donde hay piedras puntiagudas”. Un tsingy es, poéticamente, una ciudad gótica de piedra y científicamente un lapiaz o karts (macizo de roca caliza tallado por la erosión) de los que hay muchos en España (por ejemplo, el Torcal de Antequera), solo que aquí, en esta isla de hipérboles, todo es más grande, más bestia. El tsingy del Ankarana ha sido trabajado y erosionado durante millones de años por el agua de escorrentía hasta convertirlo en un diente de sierra de proporciones mitológicas, con crestas afiladas separadas por profundas simas por las que es imposible caminar. La excursión se adentra apenas unos centenares de metros en ese terreno torturado gracias a una senda preparada y a un par de puentes colgantes no aptos para acrofóbicos. Por debajo se extiende una red de cavernas que excede los 120 kilómetros de recorrido.
Todo viaje por el norte de Madagascar termina en Nosy Be, la “isla grande”, a apenas media hora en lancha rápida desde el puerto de Ankify. Nosy Be es una de las muchas islas (nosy, en malgache) de un verde lujurioso que se desparraman por la costa norte y en la que se ha desarrollado una mayor industria turística. Base histórica de navegantes árabes y comerciantes indios, fue objeto de luchas entre los aborígenes sakalava y los merina, la gran etnia dominante que, desde las altiplanicies centrales, fue avanzando en el siglo XIX hasta conquistar y unificar bajo su mando todo Madagascar. Los franceses acudieron en 1841 en ayuda de los sakalava y, ya que estaban aquí, se quedaron y fundaron la que sería capital de la isla, Hell-Ville, en honor al gobernador de la isla de Reunión, de donde procedía los expedicionarios.
Hell-Ville es hoy una población bulliciosa, caótica, donde las horas del día pasan en torno a la plaza del mercado, donde pululan tuctucs amarillos, niños vendiendo dulces y plátanos secos, mujeres vestidas con telas de colores sin igual, mercaderes de todo tipo y wazahas (guiri en lengua local, término entre cariñoso y despectivo en el que encajamos todos los blancos) llegados tras la ilusión óptica del nirvana costero de arena blanca, mar azul y cocoteros. La huella colonial francesa es visible aún entre las ruinas de casonas neoclásicas y arcadas barrocas que flanquean la calle principal, viviendas enormes y fuera de contexto levantadas un día por gentes extrañas que, como en una novela de Conrad, trataron de reproducir en el trópico sus aburridas y cartesianas vidas europeas. Hoy están casi todas en ruinas y las lianas y arbustos devoran lo que un día fueron jardines y fachadas de ínfulas parisinas.
Nosy Be tiene playas de ensueño, hoteles de todo tipo —desde baratos para mochileros hasta lujoso bungalós de maderas exóticas— y una buena infraestructura turística. El sitio perfecto para descansar unos días al final del viaje. Y desde donde hacer excursiones en lancha a otros islotes cercanos. Uno de ellos es Nosy Komba, donde vive una comunidad de pescadores que gana ahora más dinero vendiendo souvenirs y enseñándoles a los turistas los lémures que habitan en un bosque cercano. También se puede visitar Nosy Tanikely, una isla redonda, compacta y coronada por un penacho de vegetación lujuriosa, como la hubiera imaginado un náufrago de cómic, donde la misma tripulación de la lancha prepara en la playa langostas, gambas y pescado a la plancha para los visitantes. O Nosy Iranja, dos islotes cubiertos de vegetación y unidos por una manga de arena de dos kilómetros que queda a la vista solo en marea baja y donde, por muchas lanchas de turistas que haya, te creerás en ese paraíso que todos hemos soñado alguna vez, por manida que sea ya esta figura literaria.
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