Secreta y bella Timisoara, descifrando la capital cultural europea 2023
Primera ciudad de Rumania en abrir una cervecera y en quedar libre del comunismo, y primera de la Europa continental en tener farolas eléctricas, la Ópera, sus imponentes palacios y bonitas plazas son algunos de sus atractivos
La primera sensación que brinda Timisoara es de cierta perplejidad: de entrada, se parece poco a otras ciudades rumanas. Su centro histórico parece ahora mismo una instalación land art de Christo, el fallecido artista búlgaro, con manzanas enteras empaquetadas con lonas. No han llegado a tiempo con las obras, me dicen que por culpa de la covid. Pero eso no es todo: zumbando como moscardas en tor...
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La primera sensación que brinda Timisoara es de cierta perplejidad: de entrada, se parece poco a otras ciudades rumanas. Su centro histórico parece ahora mismo una instalación land art de Christo, el fallecido artista búlgaro, con manzanas enteras empaquetadas con lonas. No han llegado a tiempo con las obras, me dicen que por culpa de la covid. Pero eso no es todo: zumbando como moscardas en torno al centro peatonal, coches inmensos y refulgentes, de megaricos: no cuadra. Y un ramillete de títulos: primera ciudad de la Europa continental en tener farolas eléctricas, más de 700, en 1884. La primera del país en tener una cervecera (1718), un periódico (1771) y anestesia en el hospital, la trajo el abuelo del escritor Robert Musil. Pero, sobre todo, es la primera ciudad de Rumania en quedar libre de comunismo.
Eso, que en el resto del país ya es pantalla pasada, aquí sigue muy vivo. Porque aquí empezó todo. Seis días que conmovieron al país —como aquellos Diez días que conmovieron al mundo, de John Reed—, pero en viaje de vuelta. Solo un mes después de la caída del muro de Berlín, en noviembre de 1989, comenzó en Timisoara el derrumbe del régimen comunista. Se puede seguir la secuencia día a día en el Memorial de la Revolución de Diciembre de 1989. Es provisional, habrá pronto un museo en condiciones en la plaza de la Libertad; justo en el inmueble donde estaba el mando militar y donde se produjeron los primeros tiros contra los manifestantes, los días 17 y 18. Luego aparecieron “terroristas” francotiradores por las esquinas. En total, un centenar de muertos, cientos de heridos y un millar de detenidos. Pero el día 22 de diciembre se proclamaba el fin del comunismo desde el balcón de la Ópera.
La Ópera fue el kilómetro 0 de la Revolución. Que tardaría solo un par de días en extenderse a la capital, Bucarest. El resto, ya se sabe, intento de huida del matrimonio Ceaucescu y su fusilamiento el día mismo de Navidad. La Ópera, o Palacio de la Cultura, es pues mucho más que un icono de la ciudad. Preside la oblonga plaza de la Victoria, que más parece una rambla, cerrada en el extremo opuesto por la catedral ortodoxa. La Ópera se inauguró en 1875, obra de los arquitectos vieneses Ferdinand Hellmer y Herman Fellner, quienes inundaron literalmente de teatros el Imperio Austrohúngaro: suyas son varias salas de Viena, las óperas de Budapest, Odesa, Graz, Zagreb, Rijeka, Oradea… y decenas de teatros, de Berlín a Zúrich. El edificio sufrió varios incendios y consiguientes remiendos. En su interior, además de la bombonera de la sala de música, funcionaban un teatro alemán y otro húngaro, con funciones en sus respectivas lenguas.
En el extremo opuesto, la catedral ortodoxa. Más que un templo, por fuera parece un castillo de Drácula. Por dentro, guarda un secreto a voces (puesto que aparece en los folletos): una puerta insignificante cerca del iconostasio conduce al sótano, donde se esconde un museo de iconos y libros sacros de cierto interés. Esta catedral es joven, se construyó entre 1936 y 1946. Más antiguos son los palacios que se alinean en ambos flancos de esta plaza, verdadero ombligo donde matan el tiempo los locales, no los turistas.
Esos palacios, levantados con material del derribo de las murallas en los años veinte, son una pomposa muestra del estilo Secesión, que es el que se llevaba. Estilos aparte, llama la atención su tamaño exagerado. Sobre todo en las techumbres: bajo las tejas cabe no una buhardilla, sino todo un salón de baile. El primero que se alzó fue el Palacio Lloyd, pegado a la Ópera, que hoy aloja estancias de la Universidad Politécnica y, en los bajos, Palatul Lloyd, uno de los restaurantes con más solera de Timisoara. Le siguen los palacios Neuhausz, Merbl, Dauerbach y Széchenyi (este último en restauración). En el flaco opuesto, una esquina, ay, la estropea un mamotreto comunista, pero la plaza recupera su compostura con el Palacio Löffler. Y a espaldas de este, un miniparque con un castillo que, aunque nadie lo diría, remonta sus orígenes, nada menos, que al año 1315.
Es el castillo Huniade (ahora también en obras), construido para su residencia por el rey de Hungría Carlos Roberto de Anjou. Solo un siglo después de que el rey húngaro Esteban estableciese un condado en el territorio del río Timis, el que da nombre a Timisoara. En 1552, los turcos otomanos conquistan la ciudad. Pero se la arrebatan en 1716 las tropas imperiales de los Habsburgo. El emperador José II declaró a Timisoara Ciudad Libre Real, y ese fue uno de sus momentos de esplendor, desde el punto de vista urbanístico pero también en el aspecto social. La ciudad se convirtió en crisol de culturas. Oficialmente persisten aún 21 grupos étnicos, y 18 confesiones religiosas. Históricamente, los más numerosos fueron los alemanes suevos, los judíos y los húngaros, que siguen siendo aquí el 6% de la población.
En la actual Capital Europea de la Cultura sucede algo que vale para toda Rumania. Y es que en suelo rumano nacen y se educan figuras que emigran luego a otros países, cobran fama y mucha gente olvida que son rumanos. Ocurre, por ejemplo, con la única Premio Nobel de literatura del país, Herta Müller, que escribió (en alemán) sus muchas fatigas aquí, bajo el régimen comunista, y ahora vive en Berlín. También nació en la ciudad Ana Blandiana, poetisa conocida y traducida en España, que ahora vive en Bucarest. Pocos saben que el músico húngaro Béla Bartók era originario del Banato, la región de Timisoara; otro músico húngaro nacido y criado en Rumania es György Ligeti. No lejos de Timisoara, en Targu Jiu, nació y tiene un parque-museo el escultor de las vanguardias históricas Constantin Brancusi, sobre quien se inauguró en septiembre una de las grandes exposiciones del año cultural (se puede ver hasta finales de enero de 2024); muchos lo asimilan al ámbito cultural francés, al igual que ocurre con otros rumanos célebres, como Ionesco, Mircea Eliade o Emil Cioran.
Está por descubrir, Timisoara. Ciudad relativamente grande (unos 300.000 habitantes), a orillas de dos ríos, el Timis que le da nombre y el Bega que lame sus bulevares y anillo de parques, y por cuyo cauce discurren cruceros turísticos, pero también vaporettos (sic) municipales de línea. El cordón industrial que rodea al núcleo urbano es un importante hub de transportes, y una fábrica frenética de bicicletas: más de millón y medio al año —curiosamente, apenas se ven circular por el centro—. El cogollo histórico es lo que llaman Cetate (ciudad), una almendra cruzada en diagonal por tres grandes plazas, la de la Victoria ya mencionada, la de la Libertad y la plaza Unirii (Unión), la más bonita de todas. Esta también es la favorita de los turistas, que llenan sus terrazas. Ante el decorado impagable de la catedral ortodoxa serbia y su palacio episcopal, en un lado, y enfrente, la catedral católica de San Jorge, de un barroco tan vienés como la Columna de la Peste que se yergue en el centro. En otro de los flancos está el llamado Palacio Barroco, que fue sede de gobierno del Banato y es ahora Museo Nacional de Arte, donde se están realizando algunas de las grandes muestras del año cultural. A su costado, llama la atención por su colorido el Palacio Salomón Brück. Hay que decir que todo el entramado urbano que amalgama a las tres plazas citadas es un muestrario al aire libre de estilo modernista. O habría que decir modernistas, en plural, porque están presentes todos los acentos y matices posibles: art nouveau, secesión, eclecticismo, art déco…
Aunque muchas de esas joyas arquitectónicas hoy están empaquetadas con el cartel “santier in lucru” (sitio en obras). Cartelas a pie de calle (toda la Cetate es peatonal, y apenas la rozan un par de líneas de tranvía) significan los edificios más notables: el Palacio Miksa Steiner, reluciente muestra de Secesión húngara; el Palacio Ferenz Elmer, puro art nouveau; el Palacio Apelor, ecléctico estallido de color… También en la periferia inmediata al cogollo de la Cetate, junto a las riberas del Bega, numerosos palacetes o villas son rehabilitados como clínicas, bufetes o pequeños negocios.
Este escenario deslumbrante de edificios y estilos se galvaniza con un tornado o tsunami cultural de más de 1.000 eventos programados. Para el foráneo, sin embargo, el acontecimiento más importante es la ciudad misma, su venturoso descubrimiento —gracias, además, a que ahora existen vuelos directos desde Madrid—. Y la esforzada puesta a punto para figurar en el cuadro de honor de las ciudades más bellas de Europa.
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