Héroes románticos

Escuchen un mitin de Donald Trump y otro de Nicolás Maduro: hay muchos párrafos intercambiables

Donald Trump el viernes 7 de septiembre de 2018 en Dakota del Norte. Nicholas Kamm (AFP)

Aceptémoslo. Donald Trump es un héroe de nuestra época. Ególatra, quejica, histérico, megalómano y alienado: tiene todas las virtudes románticas. Trump chapotea felizmente en el océano de romanticismo que ha inundado las sociedades occidentales. Encaja a la perfección en el momento histórico.

Cuando hablamos de lo romántico no nos referimos a Pretty Woman, Céline Dion o, puestos en lo más viejuno todavía, las canciones de Armando Manzanero. Nada que ver con eso. El romanticismo fue el arrebato pasional que caracterizó el siglo XIX como reacción a la frialdad clasicista...

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Aceptémoslo. Donald Trump es un héroe de nuestra época. Ególatra, quejica, histérico, megalómano y alienado: tiene todas las virtudes románticas. Trump chapotea felizmente en el océano de romanticismo que ha inundado las sociedades occidentales. Encaja a la perfección en el momento histórico.

Cuando hablamos de lo romántico no nos referimos a Pretty Woman, Céline Dion o, puestos en lo más viejuno todavía, las canciones de Armando Manzanero. Nada que ver con eso. El romanticismo fue el arrebato pasional que caracterizó el siglo XIX como reacción a la frialdad clasicista, razonable y burguesa del iluminismo. Ya saben, el individuo libre contra la sociedad opresiva, la exaltación del sentimiento, la nostalgia del paraíso perdido, el fervor nacional, la exaltación de la diferencia, el desprecio por la realidad y demás arrebatos decimonónicos. O sea, lo de hoy.

Ignoro por qué hemos vuelto a los esquemas culturales del siglo XIX. Posiblemente haya influido la fatiga colectiva tras largas décadas de poder tecnocrático
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Ignoro por qué hemos vuelto a los esquemas culturales del siglo XIX. Posiblemente haya influido la fatiga colectiva al cabo de largas décadas de poder tecnocrático, tanto en la Unión Europea como en Estados Unidos. La tecnocracia suele ser razonable. Lo era Jean Monnet, uno de los impulsores del entramado institucional europeo, cuando decía, ya en 1943, que no habría paz en el continente “si los Estados se reconstruyen sobre una base de soberanía nacional”. Lo fueron sucesivos presidentes en Washington cuando impusieron el poder federal sobre el racismo (respaldado por los votantes) de los Estados sureños. Lo fue el esfuerzo por construir, después de 1945, un laberinto institucional que regulara las relaciones políticas y económicas internacionales. Esos empeños tan razonables han acabado causándonos tedio. Incluso nos parecen inútiles. Aunque el mundo sea muchísimo mejor que hace 100 o 50 años, no nos satisface. A la gente del siglo XIX tampoco le satisfacía el encorsetamiento de la Ilustración.

Quizá el culto a la irracionalidad tenga que ver, más concretamente, con los abusos del capitalismo. La cultura del siglo XIX fue rabiosamente anticapitalista: desde Hugo y Balzac, con su crítica a la hipocresía de la burguesía mercantil, hasta Karl Marx, cuyo socialismo materialista se construye sobre hipótesis idealistas, el arsenal de los argumentos contra el capital se remonta a entonces. Abundando en Marx, sus Tesis sobre Feuerbach suenan tan románticas como la música de Beethoven. Sobre todo si se leen en alemán y con tipografía gótica.

Resultaría tentador atribuir a la izquierda la derrota de la Razón: si partes de un personaje como Rousseau, glorificas al Che Guevara y fragmentas tu electorado en grupos identitarios empecinados en distinguirse del vecino, sueles acabar mal. Pero la derecha, apegada a la autocracia, lo que llaman tradición y la uniformidad, ha acabado más o menos donde la izquierda. Escuchen un mitin de Donald Trump y otro de Nicolás Maduro: hay muchos párrafos intercambiables. La diferencia, por supuesto, está en que, en materia económica, a Trump le salen los números. No es poca diferencia.

¿Qué hacer entre tanta bandera romántica? Quizá lo único sensato sea atenerse a los hechos, es decir, a lo cierto, lo comprobable, y en lo demás asumir la incertidumbre como compañera de vida. Fe, la mínima. A mí me ayuda leer a Richard Feynman. Y componer listas mentales de cifras, pero eso no lo aconsejo: es pura neurosis.

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