Gozando los nuevos vinos de Chile

El zona vinícola estira sus referencias de valle en valle a lo largo de casi 5.000 kilómetros, hasta llegar al desierto de Atacama

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Un viñedo en el chileno valle de Casablanca. REUTERS

El De Martino Viejas tinajas es un vino emocionante. Apenas he dado el primer sorbo y ya estoy prendado. Hay otro vino de uva cinsault que responde a esa etiqueta, pero hablo del que Marcelo Retamal y Eduardo Jordán produjeron para los De Martino en 2015, con uva moscatel cultivada en la Cordillera de la Costa del Valle del Itata, uno de los espacios más nombrados y perseguidos en el nuevo tiempo que vive el viñedo chileno. Lo acabo de encontrar y es una de las experiencias más gozosas que he vivido en mi último viaje a Santiago. El encuentro con el vino es turbador, tanto por la intensa y ele...

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El De Martino Viejas tinajas es un vino emocionante. Apenas he dado el primer sorbo y ya estoy prendado. Hay otro vino de uva cinsault que responde a esa etiqueta, pero hablo del que Marcelo Retamal y Eduardo Jordán produjeron para los De Martino en 2015, con uva moscatel cultivada en la Cordillera de la Costa del Valle del Itata, uno de los espacios más nombrados y perseguidos en el nuevo tiempo que vive el viñedo chileno. Lo acabo de encontrar y es una de las experiencias más gozosas que he vivido en mi último viaje a Santiago. El encuentro con el vino es turbador, tanto por la intensa y elegante gama floral que te inunda en cuanto acercas la copa a la nariz como por la certeza de estar ante un vino diferente. Ha fermentado y crecido en viejas tinajas de arcilla, perfilando un carácter que marca diferencias. Es un vino festivo y también serio, alegre y con empaque, se va a un 13 % de contenido alcohólico pero todo en él está tan integrado que apenas se hace notar. Cada sorbo anuncia un futuro largo y gozoso. Anoto un “¡comprar!” cargado de exclamaciones y me aplico a la tarea nada más salir de la cata. Llamo a las tiendas grandes: imposible. Unos nunca lo tuvieron y los demás vendieron todo lo que tenían. En bodega me dicen que hace dos semanas liquidaron las dos últimas cajas. Ni modo. Movilizo a mi compañera de cata, especializada en búsquedas imposibles, y localiza dos botellas en una pequeña tienda de Providencia. Está claro que la demanda no se corresponde con el escaso volumen de producción.

Después de la lluvia es el nombre de otro vino que exige atención. Es la ópera prima de Javiera Ortúzar, una joven enóloga que por lo encontrado en la copa, tiene unas cuantas cosas que decir. Doy con él casi por casualidad en la tienda del Santiago Wine Club, en Lastarria, y me parece un vino dichoso, atractivo y sobre todo muy prometedor. Solo se hicieron 1.500 botellas, redundando en ese halo de semiclandestinidad en que viven las nuevas elaboraciones que marcan el paso. Dos mil, cinco mil, a veces diez mil botellas no dan para sustentar una sólida presencia en la calle, pero tal vez esa volatilidad sea parte del atractivo del nuevo mercado chileno del vino. De poco vale llegar con las referencias anotadas; las cartas de vinos cambian a más velocidad de lo que suele hacerlo la cocina de los restaurantes y mantenerse al día se antoja una quimera. La relación con el vino tiene aquí un mucho de aventura.

Las referencias llamativas se me acumulan en la agenda. Una es la del Re, Pinotel, producido por Pablo Morandé en el valle de Casablanca, un blanco que parece debatirse entre dos tiempos. Muestra las formas de un vino antiguo y con empaque para acabar desvelándose joven, punzante y expresivo. Si seguimos con los blancos y nos vamos a Limarí, me impacta la impresionante naturaleza del Talinay chardonnay, un vino que me hace soñar (con otra botella, para empezar). Coincido en una cata con Julio Donoso, fotógrafo reconvertido en vinatero que ganó fama con el primer pinot noir de su bodega Montsecano, en Casablanca. Pruebo su Migrante, una mezcla de pinot noir y malbec que revienta en la boca con la explosión de fruta y el carácter inequívoco de los vinos de maceración carbónica. De vuelta a Itata se me descubre el trabajo de Leo Erazo con su línea de micro parcelas vinificadas por separado. Pruebo dos, La Resistencia y La Ruptura, y me quedo con ganas de agotar el catálogo de sus posesiones.

El Chile vinícola estira sus referencias de valle en valle a lo largo de casi 5.000 kilómetros, hasta llegar al desierto de Atacama, de donde me llega una botella del syrah de Tara, un vino de Viña Ventisquero. Apenas se han hecho 900 botellas, pero merecen la pena una a una. Serio, cálido, poderoso y altivo. Todo lo contrario que el Gutiflower de Cacique Maravilla, la explosión floral de un vino natural que nunca deja lugar a la indiferencia. Viene de Bio-bio y es obra de Manuel Moraga. Salud.

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