Cantal

En la imaginación un volcán es un dragón: su particularidad es que escupe fuego, y lo demás son montañas

El volcán guatemalteco de Fuego en Alotenango, Sacatepéquez (Guatemala). ESTEBAN BIBA / EFE

De niña, un día construí un volcán. Era de periódico forrado con plastilina y le dejé en la cima espacio para un vasito de vinagre blanco teñido de rojo. De vez en cuando yo vertía una pizca de bicarbonato y él escupía una lava espumosa, rosita, que me llenaba de orgullo. Veinticinco años después me encuentro frente a una serie de maquetas que, si bien más profesionales y plastificadas, recuerdan mucho a mi volcán.

Estoy en una pequeña ciudad francesa llamada Aurillac. No hay nada muy interesante y es muy lento llegar. Quizá lo más interesante es lo lento que es llegar. Está a unos 300 ...

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De niña, un día construí un volcán. Era de periódico forrado con plastilina y le dejé en la cima espacio para un vasito de vinagre blanco teñido de rojo. De vez en cuando yo vertía una pizca de bicarbonato y él escupía una lava espumosa, rosita, que me llenaba de orgullo. Veinticinco años después me encuentro frente a una serie de maquetas que, si bien más profesionales y plastificadas, recuerdan mucho a mi volcán.

Estoy en una pequeña ciudad francesa llamada Aurillac. No hay nada muy interesante y es muy lento llegar. Quizá lo más interesante es lo lento que es llegar. Está a unos 300 kilómetros de cualquier punto importante del sur de Francia (Toulouse, Bordeaux, Lyon) pero hay que cruzar el macizo central, entrando y saliendo de todo tipo de volcanes. Literalmente. El macizo central contiene representantes de todos los tipos de volcanes que existen.

No es justo decir que no hay nada en Aurillac. Hay un río, la Jordanne, en donde se puede pescar truchas siempre y cuando la devuelvas viva al agua. Y en una colina junto a su humilde château, está el Muséum des Volcans. Aurillac es la capital de la región de Cantal, que debe su nombre al estratovolcán más grande de Europa. Un estratovolcán es picudo, como el que dibujan los niños.

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Con parafernalia de los noventa —¡CD-ROM!—, el museo cuenta la historia de los volcanes en general y de Cantal en particular. Entre las maquetas oficiales, se asoman otras en cartón pintado, seguramente hechas por niños que olvidarán las lecciones pero recordarán el volcán que ellos construyeron. Al final hay una sala sobre la fauna y flora locales, llena de búhos y marmotas disecados.

Cuando uno se dispone a salir e irse a conocer el otro Cantal —el queso— aparece una sala de vídeo. Es aquí donde el museo logra mejor su cometido. Alternando escenas de lava en movimiento con imágenes aéreas de la región, nos explica realmente el paisaje. En el lento viaje para salir de aquí ya no veré solo vacas marrones (llamadas salers, como otro queso) pastando en calmos pastizales. Veré, según el tipo de roca, ebulliciones, borbotones, cascadas de piedra candente.

En la imaginación, un volcán es un dragón: su particularidad es que escupe fuego, y lo demás son montañas. Pero en el léxico sí le reconocemos sus etapas. De un volcán que ya jamás erupcionará, decimos que está extinto. De uno que aún nos amenaza, diremos que está durmiente. Queda clarísimo: un volcán es un ser vivo. Ojalá albergáramos la misma certeza sobre los museos, pobres animales sabios en perenne descuido.

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