Editorial

Reformar la reforma

Superada la fase de emergencia, el objetivo hoy es reducir la precariedad

La ministra de Empleo, Fátima Báñez, con el secretario de Estado Tomás BurgosULY MARTIN

Después de cinco años de reforma laboral no hay motivos para celebrar que el mercado de trabajo haya mejorado respecto a su situación en 2011. Ha sucedido, en algunos aspectos, lo contrario. La creación de empleo se ha sostenido gracia a la multiplicación de los contratos precarios, con límites de volatilidad difícilmente aceptables en una economía europea; el empleo indefinido hoy (cuarto trimestre de 2016) es inferior todavía al del cuarto trimestre de 2011, aunque evidentemente se trabajan más horas gracias a la instauración del trabajo precario; la litigiosidad laboral ha crecido debido a ...

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Después de cinco años de reforma laboral no hay motivos para celebrar que el mercado de trabajo haya mejorado respecto a su situación en 2011. Ha sucedido, en algunos aspectos, lo contrario. La creación de empleo se ha sostenido gracia a la multiplicación de los contratos precarios, con límites de volatilidad difícilmente aceptables en una economía europea; el empleo indefinido hoy (cuarto trimestre de 2016) es inferior todavía al del cuarto trimestre de 2011, aunque evidentemente se trabajan más horas gracias a la instauración del trabajo precario; la litigiosidad laboral ha crecido debido a la reforma, aunque justo es decir que aumentó mucho sobre todo en los primeros meses de aplicación de la ley; y la negociación colectiva no resuelve hoy los problemas de los asalariados y en muy escasa proporción los problemas de las empresas.

Pero es que la reforma no se diseñó ni aprobó para mejorar el mercado de trabajo, ni para sostener o aumentar la contratación fija; se aplicó y se sigue aplicando para aumentar la probabilidad de supervivencia de las empresas, facilitando los despidos o los reajustes de tareas.

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Las empresas necesitaban capacidad de acción laboral y el Gobierno se la puso en bandeja, hasta el punto de que la reforma se considera hoy un logro de flexibilidad laboral irrenunciable. Como bien sabían quienes la redactaron y presentaron, la reforma laboral iba a tener (y así ha sido) un efecto depresivo sobre las rentas salariales, de forma que se produciría un descenso de los costes del trabajo. El efecto secundario, que en 2017 se ha convertido en principal, es el de limitar la capacidad de compra de los salarios y frenar por tanto una recuperación efectiva del consumo de bienes a medio y largo plazo.

El balance de la reforma está en alguna medida hecho. Fue una legislación de urgencia, más bien de supervivencia, que el Gobierno aplicó. Si consideraba que el tejido empresarial corría peligro grave, debería haber acompañado la reforma laboral con medidas compensatorias que aliviaran la situación de los expulsados del mercado de trabajo. Pero nada se hizo; de hecho, hoy, cinco años después, se siguen reclamando políticas activas de empleo y continúa bajando la cobertura por desempleo.

Con independencia de los logros conseguidos por la reforma laboral, lo esencial hoy es que se trata de una legislación de emergencia económica, y que la economía ya ha superado la fase de un ajuste imperativo y drástico de las rentas. La precariedad de los contratos se ha convertido en un problema social grave, porque expulsa a los jóvenes o a los mayores de 45 años de un mercado que podrían ocupar con solvencia, porque favorece la emigración de los más preparados, porque acrecienta una desigualdad peligrosa y porque, en fin, impide una recuperación equilibrada de la demanda interna.

Por todo ello, el mejor servicio que se puede hacer a la reforma laboral de 2012 es adecuarla a la nueva situación de la economía, al menos en dos puntos principales: reducir la precariedad y elevar las rentas. Con todo el consenso adecuado, por supuesto.

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