El viejo zorro

Piensen lo que piensen, decido que no va a importarme. La bestia calienta tan fielmente mi sufrido pecho, que estoy dispuesta a defenderle ante cualquier ataque

Un modelo posa con un abrigo de Silver Fox.Instagram

En mi casa amparo a un bellísimo zorro plateado. Es una maravilla salvaje. No puedo parar de acariciarlo. Su pelaje es cálido, sedoso, negro con reflejos de plata azulada. Mi madre lo llama Renard Argenté. Lo mató ella —en defensa propia— hace décadas, cuando la veda todavía estaba abierta. Me lo regaló por mi cumpleaños. Dos preciosas colas unidas en una magnífica bufanda, pero ¿me la pondré? ¿Debería sentirme culpable por un animal ya asesinado? ¿Puede una felina lucir la piel de un cánido sin provocar un escándalo genético? ¿Cometerá alguien el error de tomarme como modelo y contribuiré así...

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En mi casa amparo a un bellísimo zorro plateado. Es una maravilla salvaje. No puedo parar de acariciarlo. Su pelaje es cálido, sedoso, negro con reflejos de plata azulada. Mi madre lo llama Renard Argenté. Lo mató ella —en defensa propia— hace décadas, cuando la veda todavía estaba abierta. Me lo regaló por mi cumpleaños. Dos preciosas colas unidas en una magnífica bufanda, pero ¿me la pondré? ¿Debería sentirme culpable por un animal ya asesinado? ¿Puede una felina lucir la piel de un cánido sin provocar un escándalo genético? ¿Cometerá alguien el error de tomarme como modelo y contribuiré así, inadvertidamente, a promover el cruel comercio de pieles? No, nadie podría equivocarse tanto. Como todo el mundo sabe, una divina al estilo griego clásico es un anti-modelo moral, pues su divinidad consiste, precisamente, en no regirse por las normas éticas que atan a los mortales. Hacen lo que les da la celestial gana. Así son los Olímpicos, poderosos y perdidos.

La verdad es que el pobre zorro llevaba mucho tiempo encerrado en un armario. No iba a dejarle en la estacada tras haber sido repudiado. Por lo pronto, permití que se aireara a la sombra de mi vestidor. Era lo mínimo que podía hacer por él. Allí se quedó, reposando tranquilo un año entero. Yo le observaba y, de cuando en cuando, le sacudía delicadamente. Fuimos cogiendo confianza. Volvió el invierno y mi olfato no me engañó: su olor había mudado, de parálisis aletargada a indómita frescura. Quizá le apetecía salir. A pesar de mis dudas de fiera con consciencia existencial, una mañana gélida me lo llevé a pasear. La gente nos miraba con expresión extraña. Les costaba disimular su admiración. Por algo fue la piel más deseada por reyes y emperadores, de Rusia a China. Aceptarlo como regalo equivalía a una reconciliación entre los nativos norteamericanos. (¡Jau, Mamá!). Piensen lo que piensen, decido que no va a importarme. La bestia calienta tan fielmente mi sufrido pecho, que estoy dispuesta a defenderle ante cualquier ataque. Conmigo está a salvo.

Confieso que el viejo zorro me ha rendido. Ahora es mi acompañante favorito. Me protege, me acaricia y nada me pide. Creo que me ama. Desde el más allá, claro, como todo admirador que se precie, pero este inocente no mereció la muerte. Mientras escribo este humilde homenaje, la primavera avanza, ardorosa, pero yo sé que no podré soltarle. Necesito su serena e imperturbable calidez guardándome las carótidas. Querido, ¿y si veraneamos en Siberia? Así conoceré a tus parientes…

@patriciasoley

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