Columna

Black Friday

Entretanto, mañana, de vuelta a casa, guardaré las compras en el maletero del coche porque ya no me caben más en los armarios

Mi padre nació en 1940, el año del hambre, según nos sermoneaba a sus hijos cuando le poníamos pegas al guisote que nos servía como si fuera el cuerpo de Cristo, aunque él fuera ateo y hubiera de comer patatas con patatas. Jamás se le olvidó el zarpazo de la gazuza en las tripas. A mi padre, digo. Así que, aunque Dios se vengó de él mandándole una diabetes de señorito, rebañó siempre los platos hasta el borde, tuvo la despensa a punto para un año de aislamiento y le hizo fotos a la nevera llena a reventar hasta su última Nochebuena. Mi madre, criada también a pan con pan, era menos estricta en...

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Mi padre nació en 1940, el año del hambre, según nos sermoneaba a sus hijos cuando le poníamos pegas al guisote que nos servía como si fuera el cuerpo de Cristo, aunque él fuera ateo y hubiera de comer patatas con patatas. Jamás se le olvidó el zarpazo de la gazuza en las tripas. A mi padre, digo. Así que, aunque Dios se vengó de él mandándole una diabetes de señorito, rebañó siempre los platos hasta el borde, tuvo la despensa a punto para un año de aislamiento y le hizo fotos a la nevera llena a reventar hasta su última Nochebuena. Mi madre, criada también a pan con pan, era menos estricta en ese extremo. Por eso nos quitaba el plato de delante en cuanto el patriarca bajaba la guardia, nos hacía un huevo frito y tiraba las sobras de las sobras a escondidas de su marido. Eso sí, al día siguiente de enterrarlo —a su marido, digo— ya estaba haciendo zafarrancho de limpieza, y su último gran empeño fue que el embozo de la sábana de su lecho de muerte estuviera alineado a escuadra con la colcha. Orden, austeridad. Decencia, en el mejor sentido de la palabra. Esa debiera ser mi herencia genética. Más quisiera una.

La evolución de las especies no siempre va hacia arriba. Mañana es el Black Friday, el penúltimo invento del mercado para que los adictos a las compras caigamos aún más bajo. Me picaré, sí. Consumiré, me pondré hasta las cejas, acumularé cosas que no necesito solo porque están baratas. Me vendré arriba, pensaré que soy listísima y que la felicidad consiste en tener 99 de los 100 tonos de tintada en vaqueros. Pobre de mí. Lo que preciso más que el último ordenador portátil es poner en orden mi casa, mi mesa, mi vida. Entretanto, mañana, de vuelta a casa, guardaré las compras en el maletero del coche porque ya no me caben más en los armarios y tendré que parar en un chino a por fiambre para que mis hijas cenen algo. De guisotes ni hablamos. No tengo tiempo, aunque supiera hacerlos.

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