Columna

Gabina y Maximina

En estos días de Plutones, Grecias y romances de verano, la tragedia de la residencia de Zaragoza quedó vieja enseguida

Mi abuela paterna se llamaba Gabina, pobre, la santa del día, como se estilaba en la época. La Gabina era analfabeta, asmática, diabética y cegata perdida. Se pinchaba insulina después de hervir la jeringa en una lata como de sardinas mientras yo le escribía cartas al dictado que ella firmaba con cruces y redondeles que significaban besos y abrazos. Aún la veo cantar los mayos de su pueblo manchego, arrearse golpes de abanico y atusarse los cuatro pelos en un moñete bajo. Penó mucho, pero gozó lo suyo. “Qué pena, qué risa”, soltaba, sin paradoja. Su hermano Ángel no volvió de la guerra ni vivo...

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Mi abuela paterna se llamaba Gabina, pobre, la santa del día, como se estilaba en la época. La Gabina era analfabeta, asmática, diabética y cegata perdida. Se pinchaba insulina después de hervir la jeringa en una lata como de sardinas mientras yo le escribía cartas al dictado que ella firmaba con cruces y redondeles que significaban besos y abrazos. Aún la veo cantar los mayos de su pueblo manchego, arrearse golpes de abanico y atusarse los cuatro pelos en un moñete bajo. Penó mucho, pero gozó lo suyo. “Qué pena, qué risa”, soltaba, sin paradoja. Su hermano Ángel no volvió de la guerra ni vivo ni muerto. Murió con esa pena, y la de enterrar a su Nicéforo, mi abuelo, pobre, el santo del día. “Cuántos recuerdos los voy a dejar, hermosos”, piaba, y era cierto.

Mi abuela materna se llamaba Maximina, pobre, la santa del día. Seca, soriana, elegante sin saberlo, con la espalda como una vara y un pelazo blanquísimo que no le vi lavarse nunca y que cepillaba hasta desollarse para recogérselo en un moñazo italiano. La Maxi sabía leer, escribir y las cuatro reglas peladas. Pasó media vida sin luz ni agua corriente y cogió un cabreo monumental cuando mi padre le instaló una bañera donde estaba la cuadra. Los domingos nos daba cuatro onzas de chocolate a cada nieto, ni una más ni una menos, como si fueran el cuerpo de Cristo. Enterró a dos niñas de difteria, a su marido, Paco, pastor de ovejas, y murió de infarto en el funeral de otro hijo en un final tremendo a una de esas vidas tremendas que no salen en la tele.

Mis abuelas expiraron antes de que su nombre se estilara entre los pijos. Ya hubieran cumplido 100 años. Pensé en ellas al saber de los ocho ancianos abrasados en una residencia de Zaragoza. La noticia duró poco. En estos días de Plutones, Grecias y romances de verano, la tragedia quedó vieja enseguida. Los abuelos no tenían futuro, cierto. Pero sus vidas eran la historia de las nuestras.

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