Cartas al director

Las invasiones bárbaras

A las ocho y media de la mañana dejo el coche estacionado para dirigirme a mi trabajo. Y no puedo explicar el motivo, pero un algo desconocido hace que preste atención a todos los que se cruzan por mi camino. De verdad.

Palabra. Trece. Trece viandantes. Los trece primeros. Da igual si el impulso que se agitaba dentro de cada uno pertenecía a él o a ella. No importa. El primero de todos conduciendo y con el móvil en la oreja. Me fijé bien porque no me permitió cruzar en un paso de peatones. Y a partir de ahí el resto. Unos caminando y revolviendo en el aparato. Y otros hablando con vete ...

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A las ocho y media de la mañana dejo el coche estacionado para dirigirme a mi trabajo. Y no puedo explicar el motivo, pero un algo desconocido hace que preste atención a todos los que se cruzan por mi camino. De verdad.

Palabra. Trece. Trece viandantes. Los trece primeros. Da igual si el impulso que se agitaba dentro de cada uno pertenecía a él o a ella. No importa. El primero de todos conduciendo y con el móvil en la oreja. Me fijé bien porque no me permitió cruzar en un paso de peatones. Y a partir de ahí el resto. Unos caminando y revolviendo en el aparato. Y otros hablando con vete tú a saber quién. No miento. Es la verdad.

Después del trece, de ese número tan encantador por maldito, no fui capaz de hacer otra cosa más que echarme a correr, pues estaba convencido de que el fin del mundo estaba a punto de engullirme.— Manuel Iglesias Nanín.

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