Los tiranos y sus mujeres

Por Miguel Ángel Villena

Los francotiradores serbios que asediaban Sarajevo durante la guerra de Bosnia cruzaban apuestas para ver quién mataba más niños porque resultaban blancos más difíciles de abatir. Por la noche, acabada su siniestra jornada laboral, regresaban a sus casas en el vecino pueblo de Pale donde ayudaban a sus hijos a hacer los deberes y seducían a sus mujeres con mimos y arrumacos. Absolutamente verídico. Lo vi con mis propios ojos, nadie tiene que contármelo. Porque la imagen del asesino, tirano o dictador a tiempo completo, sin fisuras, un malvado qu...

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Por Miguel Ángel Villena

Los francotiradores serbios que asediaban Sarajevo durante la guerra de Bosnia cruzaban apuestas para ver quién mataba más niños porque resultaban blancos más difíciles de abatir. Por la noche, acabada su siniestra jornada laboral, regresaban a sus casas en el vecino pueblo de Pale donde ayudaban a sus hijos a hacer los deberes y seducían a sus mujeres con mimos y arrumacos. Absolutamente verídico. Lo vi con mis propios ojos, nadie tiene que contármelo. Porque la imagen del asesino, tirano o dictador a tiempo completo, sin fisuras, un malvado químicamente puro, no responde nunca a la realidad. Se trata más bien de una construcción del imaginario colectivo que actúa como defensa emotiva, que intenta adoptar la táctica del avestruz para no enfrentarse a la terrible verdad de que la crueldad más despiadada y la ternura más amable pueden convivir en la misma persona. De hecho, conviven. Buena prueba de ello son los relatos contenidos en el libro Las mujeres de los dictadores, cuya segunda entrega está a punto de publicar en España la autora francesa Diane Ducret.

Por sus páginas desfilan un Fidel Castro, generoso y desprendido, capaz de dar su vida por una mujer; o las labores domésticas del ayatolá Jomeini en el exilio para ahorrar tareas a su esposa; o la devoción de Kim Jong-il por su legítima, la actriz Hye Rim, pese a las constantes infidelidades del líder. Hombres que no han dudado en eliminar a miles de personas, de ordenar torturas o encarcelar a cualquier disidente, se han mostrado amables y cariñosos con sus parejas. Del mismo modo que Franco firmaba sentencias de muerte, una tras otra, a la apacible hora del café en compañía de Carmen Polo, el alemán Hitler enviaba a millones de judíos a los campos de concentración mientras jugueteaba con Eva Braun y sus perros en su fortaleza de los Alpes. No debieron considerar incompatibles, ni mucho menos, estas actividades tan opuestas para una inmensa mayoría de gente.El discurso de la locura o de la esquizofrenia significa un recurso fácil para explicar la complejidad, la ambivalencia, de muchas personalidades. Nadie está loco ni cuerdo del todo o existen muchos tipos de locura y de cordura. Lo bien cierto es que la única obsesión de los dictadores pasa por mantenerse en el poder.

Y a riesgo de ser políticamente incorrecto muchas mujeres quedan fascinadas por ese poder tan irresistible que las puede transportar a mundos muy deseables. Y desde luego que la llamada erótica del poder no se refiere solo a tiranos despóticos y criminales, sino que abarca a banqueros y escritores, músicos y políticos. Incluso esa fascinación se extiende, en muchos casos, a hombres que doblan o triplican en edad a sus parejas. El teatro español del Siglo de Oro o las comedias de Moliére están plagadas de historias donde jóvenes inteligentes y atractivas sucumben, por razones diversas, al influjo de viejos acaudalados. No solo atrae el poder del dinero, sino también el prestigio social o la influencia. Sin ir más lejos, la nómina de escritores famosos que han encontrado en su vejez la compañía de mujeres mucho más jóvenes llenaría muchos folios y los nombres son fáciles de recordar. Muchas mujeres confiesan en privado y, en ocasiones, también en público su fascinación por un tipo de hombre bravucón y chulo, por fuera; y cariñoso y desvalido, por dentro. Un Humphrey Bogart, por ejemplo. ¿O acaso los personajes de Bogart no eran unos seductores tiranos? Tal como muchos dictadores, famosos o anónimos.

Comentarios

Como dice la sabiduría popular, siempre hay un roto para un descosido. Pero sólo de algunos se hacen libros para todos.
Yo nunca he entendido que alguien pueda estar enamorado de alguien capaz de hacer sufrir a tanta gente. Hoy día salen muchas por la tele y siempre pienso lo mismo: de verdad se puede amar a alguien así si tú no eres igual que él?
Lo mismo se dicen de los que los votan. Hitler gano las elecciones, Franco los referendums ....Mussolini tenía una masa de lamec....
El amor dicen que es cieho, pero ¿el voto? ¿el apoyo? ¿la adhesión de los soldados etc..?
La mujer de Mussolini se opuso ... y terminó en un psyquiátrico encerrada ¿y los hijos, as ....? ¿y los familiares de un delincuente?
Las señoras nos enamoramos...aunque sea de dictadores...supongo que algo tendrá de fascinante querer dominar al entorno como sea y convencer de esa manera...hay dictadores porque a la gente le encantan...y también a sus señoras...
http://nelygarcia.wordpress.com. Los dictadores y los poderosos, suelen ser fanáticos de sus políticas, o intereses y están convencidos, o intentan estarlo, de que lo que hacen, beneficia a los pueblos. Esa ceguera real, o camuflada, no les impide que sus personas, gocen de todos los placeres que les concede el poder, y que muchas mujeres fascinadas por lo mismo, les sigan el juego. Esas prácticas siempre han existido y siguen siendo el mayor defecto y egoísmo, de los seres humanos.
Esta reseña no recoge la esencia del libro, esperemos. A bote pronto, parece que el autor se ha quedado en la sinopsis y ha elaborado sus teorías basadas en los tópicos. O sea, que las mujeres somos tan tontas a la par que buenas e inocentes, que no nos damos cuenta de que al lado tenemos un tirano...
Realmente los que no se comen un colín son los pacíficos, dulces y tolerantes. Que parece que hubierais nacido ayer.
Quizá tenga que ver con el poder: la dulcísima (para César y Marco Antonio, al menos) Cleopatra del egipto ptolemaico había matado a su hermano cuando llegó el momento para que éste no le disputara el trono egipcio, después de haber sido esposos.

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