Aprender entre muros: la educación en los centros penitenciarios como vía de reinserción social
En prisión no hay un solo ‘alumno tipo’: el aula es un mosaico heterogéneo que va de la alfabetización básica a la universidad, y cada progreso se abre paso entre desigualdades, interrupciones y necesidades urgentes
Cientos de vidas puestas en pausa. Esa es la sensación intangible que poco a poco se impone al traspasar los muros del centro penitenciario de Zuera, en Zaragoza, una mañana cualquiera de este otoño que muestra ya las garras del frío que aún está por llegar. Allí pagan por los delitos cometidos y buscan, mientras cumplen su condena, una forma de enderezar sus vidas. Pero no es nada fácil, porque las circunstancias que los empujaron a delinquir (las vidas interrumpidas, la falta de esperanza o el consumo de drogas) siguen muy presentes entre rejas. El esfuerzo es notorio, pero el objetivo no es imposible, y muchas veces se articula desde el mismo espacio donde un día comenzó a torcerse: el aula de una clase.
Las historias que cuentan parten a menudo de hogares rotos e infancias llenas de carencias personales, materiales y emocionales. Años en los que cualquier niño debería sentirse a salvo, pero que para muchos de ellos fueron el origen de un desajuste que tardaron demasiado en comprender. No es una excusa, sino el punto de partida: falta de afecto, cambios bruscos de entorno, pérdidas tempranas, amistades equivocadas... Una cadena de pequeñas grietas que, con el tiempo, acabaron abriendo un hueco por el que cayeron sin darse demasiada cuenta.
Antonio (nombre supuesto, como el resto de reclusos que participan en este reportaje) lo explica sin dramatismos, como quien ya ha repasado su historia demasiadas veces: la muerte de su padre, un cambio de barrio y de instituto en Zaragoza, y un grupo de amigos que lo empujó en la dirección contraria a la que necesitaba. “Fue un desbarajuste mental”, recuerda desde uno de los pequeños pupitres de plástico que pueblan las aulas de Zuera. Y esa frase funciona casi como un diagnóstico retroactivo de lo que vino después: el consumo temprano, la dependencia, la incapacidad para gestionar el golpe, la condena por tráfico de drogas. Y, de fondo, la sensación de que su vida empezó a desviarse justo cuando dejó de tener herramientas para sostenerla.
Lo que ocurrió a partir de ahí se parece demasiado a la trayectoria de otros internos de cualquier centro penitenciario de España: el abandono progresivo de la escuela, los trabajos precarios, las decisiones impulsivas, el consumo para tapar lo que dolía. Las profesionales del centro lo ven con claridad porque lo han visto demasiadas veces. Y Cisne Cabrera, subdirectora de Tratamiento en Zuera, lo resume en una frase seca: muchos llegan sin saber mantener una conversación básica, sin haber tenido nunca a nadie que les enseñara a sostener la mirada, a ordenar un pensamiento o a reconocer una emoción antes de que explotara.
La relación de Antonio con la escuela siguió un patrón parecido. Hasta la Secundaria todo marchó con normalidad: sacó la ESO y completó un grado medio en automoción. Después llegaron el abandono progresivo, la falta de confianza y la idea persistente de que “no estaba hecho para estudios superiores”. Lo que no imaginaba entonces es que acabaría estudiando un grado universitario (Educación Social en la UNED) desde un centro penitenciario, con una disciplina que sorprende cuando la cuenta: mañanas de trabajo, mediodías de estudio, tardes ocupadas, noches en vela cuando hace falta y fines de semana que se alargan hasta las tantas. “Intento ocupar el máximo tiempo posible”, explica. Lo hace sin épica, como quien ha decidido que el tiempo perdido ya no se puede recuperar, pero sí se puede ordenar el que queda.
Su motivación nace de un lugar muy concreto, una hija de 10 años a la que no ha visto crecer y que es su mayor motivación. A veces duda, claro, y no faltan los días en los que se pregunta si merece la pena seguir, sobre todo cuando el cansancio aprieta o una asignatura se le hace cuesta arriba. Pero cuando eso ocurre recurre a un mecanismo sencillo: “Reflexiono. Pienso en todo el tiempo que he estado haciendo esto... ¿De qué me serviría si ahora tiro la toalla?”.
La escuela detrás de los muros
La educación en prisión no es un sistema ordenado y lineal, sino un mosaico hecho de desigualdades, interrupciones y necesidades urgentes. En un mismo módulo pueden convivir internos que nunca aprendieron a leer con otros matriculados en estudios universitarios; adultos que no completaron la Primaria con jóvenes que preparan la prueba de acceso a la universidad para mayores de 25. No existe un único perfil de alumno, y esa heterogeneidad determina todo lo que ocurre en las aulas: “Seguimos teniendo personas que entran con problemas de analfabetismo y neolectores; esos son un 5 %. Y luego tenemos gente con estudios universitarios. Entre medias está la mayoría, que suele llegar con estudios primarios o con la ESO sin terminar”, explica Lourdes Gil, coordinadora de Tratamiento de la Secretaría General de Instituciones Penitenciarias. Hay quien perdió el hilo escolar a los 12 años; quien arrastra malas experiencias con la escuela y quien vuelve a estudiar por primera vez en décadas. Para algunos, esa puerta nunca estuvo realmente abierta hasta que entraron por la del centro penitenciario.
La dimensión del reto se entiende mejor cuando se mira al conjunto. De entre una población reclusa de aproximadamente 51.000 personas (las que dependen de la Administración General del Estado, dejando fuera a Cataluña y País Vasco), casi 19.100 participaron el año pasado en alguna actividad educativa. Una cifra que incluye desde programas de alfabetización y español para extranjeros hasta la ESO, FP, cursos de competencias y grados universitarios gracias a la colaboración con la UNED, entre los que destacan Derecho, Psicología, Administración de Empresas, Criminología o Trabajo Social. Sin olvidar, además, formaciones muy demandadas para el empleo como cocina, panadería, soldadura o jardinería que se imparten a través del SEPE, que expide las correspondientes certificaciones profesionales. Solo en 2024, se formaron en estos cursos un total de 11.123 personas, unos 10.000 hombres y 1.000 mujeres: una diferencia que puede parecer exagerada pero que está en línea con el peso de ambos géneros entre la población penitenciaria (un 93 % de hombres y un 7 % de mujeres).
En un centro como Zuera, explican sus responsables educativas, cada grupo es un mundo: estudiantes que empiezan desde cero, internos que repiten niveles para consolidar lo que nunca pudieron aprender bien, extranjeros que apenas entienden el idioma y alumnos que avanzan con soltura hacia etapas superiores. No hay dos aulas iguales, ni dos ritmos comparables.
A esa diversidad se le suman obstáculos que van más allá de lo académico. La realidad de los presos es con frecuencia compleja, y resulta difícil abstraerse de los problemas que llevan en la mochila, ya sean drogodependencias, problemas de conducta o necesidades económicas. Muchos internos necesitan trabajar en los talleres productivos —fabricación de piezas para coches, montaje de lámparas, perchas... depende de cada centro y del tejido empresarial que lo rodea— o en servicios como la cocina y la lavandería del propio centro para enviar dinero a sus familias o cubrir unos gastos mínimos. Esos ingresos, pequeños pero imprescindibles, chocan con los horarios de clase y con frecuencia les obligan a elegir, aunque el equipo del centro hace lo que puede para hacerlo posible. “Cuando tú estás en la cárcel y te dan la oportunidad de trabajar y ganar 200 o 300 euros, decirles ‘primero la escuela’ es complicado. Muchos apoyan a su familia con ese dinero”, reconoce Gil.
Para otros, la brecha digital es todo un abismo: llegan sin haber usado un ordenador, sin correo electrónico ni documentos básicos, y tienen que empezar desde cero mientras completan cursos de competencias o incluso de inglés. “Hay gente que nunca ha visto a un médico de familia. No les puedes hablar de brecha digital porque no saben ni qué es brecha ni qué es digital”, señala Gil.
Para quienes estudian en la UNED, como Antonio, la distancia se amplifica: “La barrera es la incomunicación. No puedo hablar directamente con el tutor ni entrar en la plataforma; todo lo hago a través de las coordinadoras académicas o del asesor, que viene una vez por semana. Si tengo una duda, la envío y espero días. Es un proceso más largo, pero si ya estás encaminado en algo que te va a venir bien para el futuro, continúas y no pierdes el empeño”. En ese contexto, cada avance es frágil, pero también significativo: el aula se convierte en uno de los pocos lugares donde el tiempo deja de ser un paréntesis y empieza a tener una dirección, porque si algo está claro es que la educación suma: la gente crece en autoestima, crece como persona y se enfrenta mejor a una realidad que es compleja y que va a ser muy difícil.
“Lo educativo, en general, cuesta. Estamos hablando de personas adultas para las que la educación no ha entrado nunca en sus necesidades vitales”, resume Gil. La frase parece sencilla, pero lo explica casi todo: para muchos internos, estudiar no es solo una oportunidad tardía, sino un aprendizaje emocional que exige revisar miedos, hábitos, renuncias y una relación con el saber que nunca llegó a construirse fuera. Ese es, quizá, el primer paso para empezar a ordenar su vida desde otro lugar.
El lugar donde empieza la reconstrucción
La reconstrucción personal en prisión no arranca únicamente en el aula, sino en los espacios donde algunos internos descubren, quizá por primera vez, que es posible frenar el derrumbe. Las UTE —módulos terapéuticos y educativos dentro de la prisión sin consumo, con normas más estrictas y una convivencia exigente— son uno de esos lugares. Allí el día se estructura con una disciplina que obliga a mirar hacia dentro: horarios marcados, responsabilidades compartidas, sesiones de trabajo personal y un acompañamiento constante del equipo. Para Antonio, aquel entorno supuso un giro que influiría después en su decisión de estudiar Educación Social: “Vi un aspecto muy positivo de ayuda hacia los demás, como un bien social que era muy favorable para las personas”. Durante meses colaboró en la coordinación del módulo, y ese trabajo, repetido casi como un ejercicio de fondo, fue la primera señal de que podía reordenar su vida.
Omar, un recluso marroquí de 29 años, lo expresa desde otro recorrido, pero con la misma convicción: “Aquí, si tú pides ayuda para los estudios, siempre tienes una puerta abierta”. Esa idea resume un aspecto esencial de la vida en un módulo terapéutico: la sensación de no estar solo, de poder sostenerse en una estructura que marca límites, sí, pero también ofrece apoyo. En estos espacios, la educación encuentra un terreno fértil que fuera quizá nunca llegó a tener. Para algunos, es la primera vez que descubren que pueden concentrarse, ser constantes y pedir ayuda sin que eso se interprete como una debilidad.
A diferencia de la escuela, donde los obstáculos son estructurales, en los módulos terapéuticos la barrera suele ser emocional: aprender a convivir sin conflicto, asumir responsabilidades y sostener una rutina que obliga a dejar atrás hábitos que les habían acompañado durante años. Ese trabajo previo es, para muchos, el que hace posible que la formación —cuando llega— tenga un efecto real. No es un proceso rápido, pero sí un punto de inflexión: el lugar donde empieza la reconstrucción de un modo de vida distinto.
Una libertad que no depende del espacio
A Omar la educación no le llegó como una revelación, sino como una rutina que fue construyendo casi desde cero. Habla español desde niño, pero nunca lo había usado para estudiar, y ese salto le obligó a empezar con humildad: leer despacio, escribir sin prisa, asumir que parte del camino consistía en repetir lo que otros ya dominaban. No lo cuenta como un sacrificio, sino como un proceso que le ordena por dentro. “Cuando estudio siento que hago algo que me viene bien. Me da tranquilidad, me ordena la cabeza y me hace sentir que no estoy perdiendo el tiempo”. En un lugar donde la mente tiende a acelerarse o enredarse, esa concentración se convierte en una necesaria forma de calma.
Su itinerario formativo es largo y paciente. Desde que ingresó ha completado Primaria, la ESO y ahora prepara la prueba de acceso a la universidad para mayores de 25 años, con la idea de poder hacer un grado superior de FP cuando obtenga la libertad. No habla de méritos ni de ambiciones: estudia porque le sostiene, y aunque asegura que siempre le gustó leer, admite que estudiar es otra cosa, una disciplina que ha tenido que construir con esfuerzo. Ha aprendido a evitar que los pensamientos lo arrastren cuando el tiempo libre pesa más de lo deseado: “Aquí tenemos mucho tiempo libre. Entonces si no haces nada, te dedicas mucho a pensar mal… y luego pues hago algo bueno”, afirma.
El estudio también le ha traído algo que no esperaba: una sensación de libertad que no depende del espacio, sino de la cabeza. Lo explica con una naturalidad que llama la atención: “A veces, incluso, no siento tanto que estoy encerrado, que estoy en la cárcel. Cuando yo hago cosas útiles para mí, me siento más libre”. Esa libertad no tiene que ver con moverse, sino con avanzar: concentrarse, aprender algo nuevo, sentir que el día no se pierde. Para él, estudiar es abrir un pequeño hueco en un lugar donde casi todo parece cerrado.
Aun así, no oculta sus dudas. Hay días en los que siente que va demasiado despacio o que no podrá con el temario. Pero incluso ahí aparece la tenacidad que ha marcado su camino: “Voy despacio, muy despacio. Pero voy”. No anticipa una vocación cerrada ni un destino concreto; sabe que al salir tendrá que trabajar para sostenerse y, después, quizá, seguir estudiando. En Omar no hay grandes gestos, pero sí una convicción nueva: que cada paso, por pequeño que sea, lo acerca a una vida que aún no ha vivido.
El último tramo: la vida que empieza a ensayarse
El camino de la reinserción no termina en el centro penitenciario. Para muchos internos, el paso decisivo se produce fuera de la prisión, en un lugar intermedio donde la libertad todavía es tentativa: los Centros de Inserción Social como el de Las Trece Rosas, en Zaragoza, que llevan a cabo una labor de acompañamiento y de mediación entre las personas y los recursos que ofrece la comunidad.
Allí llegan quienes ya pueden trabajar fuera, reclusos aún en cumplimiento de condena que empiezan a gestionar sus horarios y ponen a prueba —en condiciones reales— los hábitos que han intentado construir dentro. Yolanda Sánchez, su subdirectora, lo describe como “una fase muy delicada, porque es cuando de verdad se ponen a prueba todos los cambios que dicen haber hecho”. No es la calle, pero tampoco la prisión: es un umbral frágil donde la responsabilidad, por fin, pesa de verdad.
Ibrahim vive ese umbral desde un lugar muy distinto al de la mayoría. Su historia empieza en Gaza, donde la guerra y la precariedad marcaron su adolescencia. Salió joven del territorio y estudió Derecho en Argelia, intentando construir una base que permitiera sostener a los suyos. Su periplo le llevó después a España, Bélgica y Alemania, donde contaba con amistades que podían ofrecerle un primer apoyo. Buscaba un empleo estable, un sueldo que llegara todos los meses, pero su futuro estaba ya ligado a España, donde había iniciado una solicitud de asilo: si residía de forma permanente en otro Estado, tendría que empezar todo el proceso de cero. Entre trabajos breves y continuos cambios de ciudad, la responsabilidad de ayudar a su mujer en España y a su familia en Gaza se convirtió en una presión diaria.
Fue en Alemania donde le presentaron la posibilidad de transportar medicamentos de forma ilegal a Suecia. Lo aceptó como un atajo desesperado para enviar dinero a casa, pero lo detuvieron en un control al llegar al país y una jueza sueca lo condenó a cinco años por un delito contra la salud pública. No lo relata con dramatismo, sino con la claridad de quien sabe que actuó llevado por la necesidad.
En prisión encontró algo que no había tenido en años: continuidad. Un espacio que no cambiaba cada semana, un tiempo largo que podía dedicar a comprender, aprender y ordenar su cabeza. Con la libertad condicional, empezó a trabajar en el campo —una labor física y estable que le devolvió cierta sensación de utilidad— y, a partir de ahí, imaginó algo que nunca había contemplado: un futuro ligado a la agricultura. Esa experiencia cotidiana, repetida día tras día, fue encajando hasta convertirse en la idea de crear una pequeña sociedad limitada que hoy ya es una realidad. No habla de ambición ni de éxito; habla de reparación. De construir algo propio que le permita sostenerse y, sobre todo, seguir ayudando a quienes le esperan lejos, en Gaza.
Muy distinto es el caso de Marcos, cuyo tránsito por la cárcel ha sido una sucesión de recaídas y esfuerzos por levantarse una vez más. Con 47 años, ha pasado casi 20 en prisión, y durante un tiempo, la UTE fue su único punto firme: un lugar donde la disciplina diaria, las terapias y las responsabilidades compartidas lo obligaron a mirar de frente a una adicción tan persistente como dañina: con 12 años ya fumaba porros y con 15 se había iniciado en la heroína. “He aprendido a pedir ayuda”, cuenta, como si todavía le costara creérselo. El CIS es ahora la prueba de ese aprendizaje. Ha trabajado en varios restaurantes gracias a la oportunidad que le ofreció una antigua interna de Zuera y hoy trabaja en unos grandes almacenes, una oportunidad que intenta conservar como si fuera una tabla de salvación. Cuando sale de permiso o de fin de semana, se aloja en un piso de acogida de los Padres Mercedarios. No tiene más red que esa y la que le ofrece el CIS. Por eso, para él, cada día es un examen silencioso: levantarse, ir a trabajar, volver a tiempo, mantener la rutina. No promete nada, solo se lo toma en serio.
El CIS, y eso ha de quedar claro, no garantiza finales felices. Lo que ofrece es margen: un horario real, un sueldo que llega de fuera, una ventana que el propio interno debe abrir y sostener. Ibrahim lo vive como la posibilidad de reconstruirse sin que la urgencia lo arrastre otra vez; Marcos, como la oportunidad —quizá la última— de no volver atrás. En ambos casos, la educación que recibieron dentro de la prisión no es un adorno ni un requisito administrativo: es el hilo que les permitió empezar a imaginar algo distinto. Y el impacto es claro: “Aquellas personas que han hecho actividades en prisión —educativas, culturales, de intervención— reinciden menos. Ocho de cada diez no vuelven”, explica Gil.
Y quizá por eso, cuando uno escucha sus historias, no encuentra redenciones completas ni relatos cerrados. Encuentra algo más frágil y más verdadero: la convicción, todavía en construcción, de que la vida que les espera fuera puede parecerse un poco —solo un poco— a una vida elegida.