Miedo y esperanza en Wolfsburgo, corazón industrial herido de Alemania
La crisis en Volkswagen siembra la inquietud en la ciudad que alberga su principal fábrica: “He visto otros altibajos, pero ahora la situación es crítica”
En la ciudad alemana de Wolfsburgo, auténtica capital de Volkswagen y sede de la mayor fábrica de automóviles del mundo, hay un hombre que cuida del bienestar espiritual de los obreros inquietos por su futuro. Se llama Dirk Wagner, tiene 65 años y es pastor protestante. “Yo quizá puedo dar algo de esperanza, porque el mensaje bíblico es, en última instancia, un mensaje de esperanza”, dice el pastor de la Volkswagen. “Mi trabajo es, ante todo, escuchar.” Y estos días tiene trabajo.
La sucesión de malas no...
En la ciudad alemana de Wolfsburgo, auténtica capital de Volkswagen y sede de la mayor fábrica de automóviles del mundo, hay un hombre que cuida del bienestar espiritual de los obreros inquietos por su futuro. Se llama Dirk Wagner, tiene 65 años y es pastor protestante. “Yo quizá puedo dar algo de esperanza, porque el mensaje bíblico es, en última instancia, un mensaje de esperanza”, dice el pastor de la Volkswagen. “Mi trabajo es, ante todo, escuchar.” Y estos días tiene trabajo.
La sucesión de malas noticias para Volkwswagen —posibles cierres de fábricas, reducciones de plantilla, rebajas de sueldo, caída de los beneficios— ha sembrado la inquietud en esta ciudad de 128.000 habitantes. Y ahí está el pastor Wagner, disponible para atender a los empleados del gigante automovilístico bombardeados por funestos augurios. En los alrededores de la fábrica, las palabras para describir el ambiente se repiten. “Hay tensión”. “La gente está preocupada.” “Miedo.”
Así están las cosas en Wolfsburgo en una semana en la que se ha sabido que Volkswagen podría cerrar tres de sus diez fábricas alemanas. Que esto acabe sucediendo no es seguro. La noticia tiene mucho que ver con el inicio de las negociaciones salariales entre la empresa y el poderoso sindicato IG-Metall. La agitación de escenarios catastróficos forman parte del ritual negociador.
Pero la hipótesis del cierre de fábricas alemanas, por primera vez en la historia, o de la pérdida de 10.000 empleos o más, refleja una crisis cuyo impacto psíquico —o espiritual— en pocos lugares se nota tanto como en esta ciudad “triste y gris”, como la describe un obrero de la cadena de montaje, una ciudad que vive por y para Volkswagen. La incertidumbre pesa sobre una fuerza laboral acostumbrada a la seguridad absoluta en los ingresos y el empleo; sobre un lugar que es una vitrina de la prosperidad y el bienestar.
Se escucha a las 14.00, hora del cambio de turno, ante la Puerta 17 de la fábrica: “Solo diré una cosa: ‘Mierda’.” Lo dicen en la Tunnel-Schänke, la tasca a la entrada del túnel que cruza por debajo el canal que separa la fábrica del resto de la ciudad: “Como familia, nos sentimos traicionados.” Y al decir “familia”, está claro que hablan de la familia Volkswagen.
Las palabras se repiten en los despachos del sindicato IG-Metall: “Todo en esta ciudad y esta región depende de Volkswsagen.” En la iglesia: “¿Dónde encontraría trabajo tanta gente si cerrase la fábrica?” Y en el Ayuntamiento: “En Wolfsburgo, 60.000 personas trabajan en Volkswagen y 30.000 en empleos relacionados.” En Estados Unidos se decía que “según cómo le va a General Motors, así le va a América”, y lo mismo podría decirse de Volkswagen y Alemania. También de Wolfsburgo.
Wolfsburgo, fundada por la Alemania hitleriana y símbolo, tras la Segunda Guerra Mundial, de la fabulosa historia de éxito de la República Federal, es un termómetro del país. “La compañía VW es más que una empresa: representa a Alemania, en lo bueno y en lo malo”, escribe el periodista Georg Meck en el libro Auto Macht Geld. Die Geschichte der Familie Porsche Piëch. “Representa el arte de la ingeniería alemana, el milagro económico de la posguerra, el título de campeón mundial de las exportaciones, pero también los crímenes de los nazis.”
Hoy Volkswagen, con 120.000 empleados en Alemania, es el espejo de la crisis industrial del país. La industria y las exportaciones forman parte de la identidad de este país, pero ahora han entrado en turbulencias con un mundo más proteccionistas y una China capaz de fabricar más barato y cada vez con mejor calidad. Además, puede quedar descolgada de la carrera por la innovación. El coche eléctrico en este caso.
“¡Qué tiempos aquellos!”, escribía esta semana el diario sensacionalista Bild, recordando 1974, cuando VW lanzó el Golf, “piedra fundacional de una carrera de alcance mundial, además del escarabajo y la camioneta hippy.” “Hoy”, añadía, “VW está en crisis, y es un síntoma de la enfermedad alemana”.
“He visto todas las crisis, los altibajos, pero ahora la situación es crítica”, dice Giovanni, 54 años, hijo de inmigrantes sicilianos —la inmigración del sur de Italia durante el milagro económico fue fundamental en el desarrollo de Wolfsburgo— y en la fábrica desde los 19. “Esta crisis es peor que las anteriores. Antes se decía: un VW cuesta un poco más, pero hacemos coches de calidad. Ahora pienso que la calidad de los otros coches está, como mínimo, al mismo nivel, y a un precio menor.”
Dice Kathrin, hija de españoles y con casi toda la familia en la fábrica: “Con la inflación, con la crisis en Europa, con la guerra... pues no te compras un coche por 30.000 euros si puedes comprarlo por 15.000″. Ella nunca se compraría uno que no fuese VW —en Wolfsburgo el 90% de coches que se ven son de esa marca— pero entiende a quienes lo hacen.
“No hay ciudad más ligada a Volkswagen que Wolfsburgo”, cuenta en su despacho el alcalde, Dennis Weilmann. “La ciudad existe desde que existe Volkswagen. Y nos beneficiamos de Volkwsagen, pero sin duda también nos afectan especialmente situaciones como la que vivimos actualmente”. El padre de Weilmann trabajó en VW, y sus abuelos. Para él la fábrica, la imponente fábrica con sus chimeneas que domina el paisaje, es algo íntimo. Aquí todo avanza al ritmo de VW: desde la vida privada al club de fútbol. Sin Wolfsburgo no se entiende VW; sin VW no existe Wolfsburgo, una de esas ciudades que dependen de una industria. Como Detroit, ejemplo de cómo el declive de un sector, el automóvil, puede devastar una ciudad.
Cuando se le pregunta al alcalde si contempla un escenario Detroit, zanja: “No, no. No puede compararse. Juntos en Wolfsburgo —Volkswagen y la sociedad local— hemos superado muchas crisis. Y Volkswagen es una empresa estable que construye automóviles excelentes. Por eso, como empresa, no me causa preocupación. De lo que se trata es de que se invierta en el futuro”. Y añade: “Wolfsburg es y seguirá siendo el corazón y la sede de Volkswagen S.A. también en el futuro.”
“Luchamos porque no se cierre ninguna fábrica”, afirma Steffen Schmidt, de IG-Metall, en un pasillo del estadio de fútbol donde, en una sala de reuniones, está a punto de empezar una ronda de la negociación salarial. Schmidt no quiere pronunciar Detroit, palabra maldita, pero dice: “Si especulásemos con lo que ocurriría si VW cerrase, no estaríamos lejos de ello.”
Wolfsburg está lejos de ser Detroit, y Alemania —la solidez, pese a todo, de su industria, y su robusto estado del bienestar— de EE UU. “A mí me da más miedo la guerra en Ucrania que Volkswagen”, dice un hombre en la Puerta 17. Otros, cuando el periodista aborda con ellos crisis, preguntan también por las noticias de las inundaciones en Valencia. “Hasta que se hunda un barco tan grande como Volkswagen, pasará tiempo”, dice la española Kathrin. “Esto te da seguridad.”
“La gente está un poco deprimida, tienen miedo a quedarse sin trabajo”, dice Bruno, nacido en Calabria, extrabajador de VW y patrón de la tasca Tunnel-Schänke. Él se define como “un médico, un abogado, un barman, un papá, un hermano” para los clientes, menos ahora que en tiempos de bonanza. Podría añadir también que tiene algo de cura, o de pastor como Dirk Wagner. “La gente aquí se lamenta”, dice, “y llora.”