Editorial:

El colapso de Spanair

El presidente debe responder del caos del cierre, que agrava además el futuro de El Prat

El colapso de la línea aérea Spanair no es muy diferente, en su primer impacto público, a las patéticas secuencias de otros similares desastres financieros de compañías del ramo. Pero, precisamente por reiterado, resulta menos perdonable. Decenas de miles de pasajeros -por encima de 20.000 solo este fin de semana- circulando como nómadas por distintos aeropuertos, a la caza de un billete alternativo y una gravísima ausencia de información fiable son dos lacras propias del lamentable cese "abrupto" de actividades, como acertadamente lo calificó ayer el Ministerio de Fomento para argumentar su p...

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El colapso de la línea aérea Spanair no es muy diferente, en su primer impacto público, a las patéticas secuencias de otros similares desastres financieros de compañías del ramo. Pero, precisamente por reiterado, resulta menos perdonable. Decenas de miles de pasajeros -por encima de 20.000 solo este fin de semana- circulando como nómadas por distintos aeropuertos, a la caza de un billete alternativo y una gravísima ausencia de información fiable son dos lacras propias del lamentable cese "abrupto" de actividades, como acertadamente lo calificó ayer el Ministerio de Fomento para argumentar su proceso sancionador.

Estas canalladas a los usuarios no caen del cielo, sino que son directamente imputables a la precipitación, improvisación y frivolidad con que ha actuado la dirección de la compañía. Su presidente ejecutivo, Ferran Soriano, como en su día el líder de Marsans, Gerardo Díaz Ferran, conocía con antelación la probabilidad del desenlace financiero, y debía por tanto haber previsto un cierre ordenado que minimizase los estropicios a los consumidores. No lo hizo. Soriano es, pues, el responsable directo de este caótico desaguisado en la gestión final de la compañía, y como tal debe responder.

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Otra cuestión distinta es el sentido, orientación global y manejo de Spanair, en su etapa de gestión española -específicamente, catalana- que se inició tras la sombría influencia del accidente de Barajas. El compromiso de la Generalitat (150 millones), tanto durante el tripartito como con CiU, y de notorios empresarios, sobre todo turísticos, en la adquisición de Spanair a la SAS escandinava y posterior relanzamiento nunca se habría producido de no haber mediado dos hechos relevantes. Uno, el abandono del aeropuerto barcelonés de El Prat por la compañía de bandera Iberia. Dos, el consiguiente abandono de esa instalación a las compañías de bajo coste (y menor calidad en términos del tráfico de empaque empresarial) en detrimento de las compañías de conexión.

Si aquella toma de control -con los peligros asociados de entrañar una ayuda de Estado impugnable por Bruselas- aparecía ya en principio más justificable desde un punto de vista de una estrategia logística pública que de la rentabilidad esperable de una compañía privada, la deficiente gestión de la misma acabó por ensombrecer su diseño y futuro. La ausencia de control del sector público a la altura de la financiación que prestaba a la compañía, y la inanidad de su dirección, que fracasó en el empeño de insertar la compañía en una de las grandes -se intentó, nominalmente, al menos con cinco- merecen alguna explicación bien fundamentada.

Así, una toma de posición transitoria se trocó en definitiva. Hasta que definitivo ha resultado el descuadre de la tesorería. Spanair pierde el pie de la historia. Pero los problemas a los que se supone que debía enfrentarse siguen candentes.

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