Columna

La senda de la ejemplaridad

Cuando al comienzo de los años noventa se hizo visible el borboteo de la corrupción en el entorno socialista en el crepúsculo del felipismo, a quienes se asombraban ante la incapacidad de activación de una alerta temprana que la hubiera corregido de raíz, la respuesta del propio González era que nunca pudieron pensar que semejante fauna de filesas y roldanes anidara en sus propias filas. Habían sido años inaugurales, donde cada día se hacía historia. Todavía no había prendido el cinismo que acompaña a la experiencia. Pero la cura de la ingenuidad hubiera sido posible con la lectura de los clás...

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Cuando al comienzo de los años noventa se hizo visible el borboteo de la corrupción en el entorno socialista en el crepúsculo del felipismo, a quienes se asombraban ante la incapacidad de activación de una alerta temprana que la hubiera corregido de raíz, la respuesta del propio González era que nunca pudieron pensar que semejante fauna de filesas y roldanes anidara en sus propias filas. Habían sido años inaugurales, donde cada día se hacía historia. Todavía no había prendido el cinismo que acompaña a la experiencia. Pero la cura de la ingenuidad hubiera sido posible con la lectura de los clásicos y la comprobación de la invariabilidad de la naturaleza humana. Porque después de ver la película Redes sociales podemos regresar a la lectura de las Sátiras, epístolas y arte poética de Horacio -cuya última versión castellana del profesor José Luis Moralejo (Biblioteca Clásica Gredos) mereció el premio Nacional de Traducción-, para verificar cómo las pasiones que nos mueven siguen siendo las mismas. Todas las ingenierías sociales en pro del hombre nuevo se han saldado con el fracaso.

El mismo público que mira para otro lado ante la corrupción luego puede exigir responsabilidades

De manera que la codicia, el afán de enriquecimiento fácil, la huida del sudor de la propia frente para ganar el pan y el lujo, son constantes verificables que afectan tanto a publicanos como a fariseos, a conservadores como a liberales, a derecha y a izquierda, a capitalistas y a marxistas, a herejes y a ortodoxos, a judíos y a gentiles, a cristianos y a musulmanes, a incrédulos y a cardenales del sacro colegio. De ahí, en democracia, la separación de poderes y su recíproca vigilancia. De ahí, también, los deberes de la prensa como contrapoder para asegurar la vigencia de las libertades y derechos, que nunca se alcanzan de una vez para siempre, que están sometidos a los agentes de la erosión, que se oxidan y necesitan labores de mantenimiento. Aceptado ese primer principio medioambiental en el que estamos inmersos, debe proclamarse, en paralelo, que quienes acceden a las tareas públicas tendrán que aceptar mayores exigencias a la hora de ser juzgados. Entre sus deberes inexcusables está el de atenerse a la ejemplaridad, según doctrina actualizada por Alberto Ruiz-Gallardón en marzo de 1999, cuando estaba sentado en la Presidencia de la Comunidad de Madrid y afloró el caso de las prósperas actividades privadas del veterano concejal de Obras Enrique Villoria en el Ayuntamiento. Porque las conductas de quienes eligen la esforzada senda de la política, además de ajustarse a la legalidad, deben inscribirse en niveles de autoexigencia superiores a los habituales en otros ambientes, como por ejemplo el mundo de los negocios.

Ahora que los casos de Francisco Camps, expresidente de la Generalitat valenciana, y de Jaume Matas, expresidente del Gobierno balear y exministro de José María Aznar, se encuentran en momentos de erupción judicial, el Partido Popular, que tanto les quiso y al que tanto le han querido, debe explicaciones al público al que se le están imponiendo graves sacrificios. En absoluto sería aceptable que prorrogara esa actitud de mirar para otro lado y dejar sin comentarios los desfalcos, aunque haya podido ser útil y merecer grande acompañamiento hasta después de concluir la campaña electoral del 20 de noviembre. Se cumple, aquí también, el principio de que todo lo que ayuda, daña. Porque pudiera ser que en su día Matas y Camps fueran extraordinarios cooperadores, como pudieron serlo el tesorero nacional del PP Luis Bárcenas, o aquel Naseiro, precursor, pero luego las cañas se vuelven lanzas y los apoyos se transmutan en pesados lastres.

Cuenta la Nobel polaca Wislawa Szymborska en su libro Lecturas no obligatorias (Editorial Alfabia. Barcelona, 2009) el caso del doctor Pettenhoffer quien, cuando Kock descubrió el Vibrio cholerae, en su empeño por negar la acción patógena del bacilo se bebió en público una probeta entera llena de esos desagradables gérmenes para desacreditar al científico y reducirlo a la condición de peligroso mitómano. Hay constancia de que a Pettenhoffer nada le pasó y de que siguió pregonando burlonamente hasta el fin de sus días la razón contrastada que le asistía. La Szymborska apostilla la anterior narración señalando que, a veces, aparecen personas con una resistencia excepcional a los hechos evidentes. Pero ya sabíamos por Marcel Proust cómo hay convicciones que crean evidencias. Pero incluso los mejores blindajes decaen para exigir responsabilidades a los que han abusado dentro de las propias filas. Recordemos tantas ocasiones en que el público prefirió durante algún tiempo hacer como que ignoraba para, a partir de un momento, darse por enterado y exigir implacable que se saquen las consecuencias.

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