LA COLUMNA

Sobre el programa de máximos

Mariano Rajoy tenía tres opciones a la hora de escoger los responsables del área económica del Gobierno: dar preeminencia a uno de sus dos economistas de cabecera (Cristóbal Montoro y Luis de Guindos) otorgándole una vicepresidencia; situar a sus dos fieles asesores en el mismo rango para evitar recelos; o nombrar vicepresidente a un tercero de reconocida valía. Conforme a su estilo, el presidente optó por la segunda opción. El riesgo de ver crecer a su vera a un vicepresidente con empaque, experiencia y reconocimiento internacional debió parecerle excesivamente peligroso para su propia autori...

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Mariano Rajoy tenía tres opciones a la hora de escoger los responsables del área económica del Gobierno: dar preeminencia a uno de sus dos economistas de cabecera (Cristóbal Montoro y Luis de Guindos) otorgándole una vicepresidencia; situar a sus dos fieles asesores en el mismo rango para evitar recelos; o nombrar vicepresidente a un tercero de reconocida valía. Conforme a su estilo, el presidente optó por la segunda opción. El riesgo de ver crecer a su vera a un vicepresidente con empaque, experiencia y reconocimiento internacional debió parecerle excesivamente peligroso para su propia autoridad. Y optó por lo previsible, que es, según el propio presidente, rasgo principal de su carácter. La breve historia de nuestra democracia está repleta de choques de egos entre presidentes y vicepresidentes con personalidad demasiado vistosa. En la práctica, Cristobal Montoro, más curtido en política, da las malas noticias parapetado detrás de un peculiar rictus irónico que le aleja del barullo; Luis de Guindos, inefable personaje de La escopeta nacional, versión posmoderna, destapa sin complejos lo que la oposición llamaría los planes ocultos del presidente.

A De Guindos le ha bastado una nueva mala noticia sobre el paro para decir que estos datos ponen en duda al Estado del bienestar y ha aprovechado unas declaraciones al Financial Times para anunciar que los presupuestos autonómicos estarán sometidos a control previo. A eso se le llama utilizar la crisis para destapar el programa de máximos.

Por más argumentos económicos que se den, que los hay para todo, e independientemente de los excesos, que los ha habido, el futuro del Estado del bienestar es una cuestión política y social. Basta recordar cómo y por qué se desarrolló en la Europa de posguerra y cómo y por qué, a partir de los ochenta, se emprendió una ofensiva contra su viabilidad, en el marco del despliegue ideológico contra la intervención estatal y a favor de la desregulación masiva, para entender que, como casi todo en la organización de la sociedad, es una cuestión de relaciones de fuerzas. Las élites económicas (o las clases altas, si se prefiere) se están desentendiendo unilateralmente del pacto del Estado del bienestar porque consideran innecesarios los costes que les pueda ocasionar, en la medida en que las clases populares han perdido capacidad de intimidación. El cuadro resultante todos lo conocemos: una Europa en que las desigualdades crecen exponencialmente, en un proceso de privatización generalizada de servicios públicos. Una coyuntura de crisis, con la ciudadanía asustada por la incertidumbre, facilita enormemente el trabajo de los que consideran excesivo el Estado del bienestar. ¿No se puede o no se quiere? La opinión pública lo tiene claro: prefiere más impuestos antes que más recortes.

Desde hace tiempo, estaba en el ambiente que la crisis serviría para poner sobre la mesa la cuestión de la viabilidad económica del Estado autonómico. Ahora se anuncia que los presupuestos de las autonomías deberán obtener la aprobación del Estado antes de ser sometidos a sus Parlamentos. Sin autonomía financiera (y la actual ya es bien escasa) no hay autonomía política. El Estado de las autonomías fue un apaño: por no afrontar un problema de tres se crearon 17 problemas. Estos apaños siempre tienen efectos retardados negativos. Parte de las deficiencias de este Estado vienen de que es muy descentralizado en el gasto, pero mucho menos en la capacidad de decisión política. Sin embargo, el Gobierno todavía quiere cerrarlo más. A estas alturas volver al punto inicial es imposible: las instituciones autonómicas han creado poder, intereses y sistemas clientelares. Pero si se suprime la limitada autonomía financiera, ¿qué queda? Un enorme tinglado, ¿para qué?

Treinta años después, se vuelve a los problemas de partida, pero con dos grandes diferencias: el País Vasco acaba de vencer a la violencia y Cataluña es mucho más soberanista que entonces. La nueva vuelta de tuerca antiautonómica augura tensiones. Las primeras, entre PP y CiU, en un momento en que los populares son socios principales de los nacionalistas catalanes. ¿Aceptará CiU el control previo de sus presupuestos con el argumento de que también la Unión Europea los va a exigir a sus Estados? ¿Asumirá resignadamente la doctrina del Constitucional que autoriza el control previo de las finanzas autonómicas? De rebote, los efectos colaterales de la crisis pondrán a CiU ante la prueba de sus verdaderas intenciones; ¿hasta dónde llega su voluntad soberanista? -

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