Tribuna:

Contra las listas

Llevo unos 23 años haciendo crítica de libros en este periódico (aunque la antigüedad no me ha hecho más respetable). Durante este tiempo, me he acostumbrado a esperar y a temer, como una fatalidad inexorable, ese momento criminal y angustioso en el que me piden una lista: los diez mejores libros del año, los diez ensayos principales de la década o de los últimos 25 años, los diez filósofos jóvenes más notables, e incluso -más difícil todavía- los diez grandes libros del siglo (me extraña que nadie se haya atrevido con el milenio, pero no daré ideas). ¿Por qué siempre son diez? ¿Es que nadie s...

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Llevo unos 23 años haciendo crítica de libros en este periódico (aunque la antigüedad no me ha hecho más respetable). Durante este tiempo, me he acostumbrado a esperar y a temer, como una fatalidad inexorable, ese momento criminal y angustioso en el que me piden una lista: los diez mejores libros del año, los diez ensayos principales de la década o de los últimos 25 años, los diez filósofos jóvenes más notables, e incluso -más difícil todavía- los diez grandes libros del siglo (me extraña que nadie se haya atrevido con el milenio, pero no daré ideas). ¿Por qué siempre son diez? ¿Es que nadie se ha dado cuenta de que sería más verosímil si un año fueran quince, otro doce y al siguiente siete? Aunque he refunfuñado, en general he atendido mejor o peor a estos requerimientos, así que hablo por experiencia: no hay cosa más tonta que una lista. No solo por la parcialidad, que se presupone (nadie ha leído todos los libros del año, de la década o del quinquenio). Las únicas listas de libros que están justificadas -a pesar de su obscenidad- son las de "los más vendidos", si bien incluso aquí se hace trampa cuando el best seller deja de ser un adjetivo extraliterario para convertirse en género literario sustantivo (no "el más vendido", sino "el más vendible"). La crítica literaria solo puede existir allí donde al menos se admite que "lo más vendido" -o vendible- podría no ser necesariamente "lo mejor", pues sin esa sospecha la crítica resultaría superflua (y es posible que ya lo sea en buena medida, y que en muchos casos solo sirva para sancionar simbólicamente lo que el mercado ya ha consagrado). Pero solo si se admite esa posibilidad de diferencia hay alguna oportunidad para criterios no comerciales y para obras que el mercado haya descartado o no haya preseleccionado. Seguro que quienes promueven las "listas de los mejores" lo hacen con la buena voluntad de que no todo se reduzca a cifras de resultados, pero ello no impide que -dado que estas segundas listas toman su modelo y su metodología de las primeras- empiedren con esas intenciones el infierno que consiste en pretender expresar la calidad en términos de cantidad, perversión que ha hecho grandes estragos allí donde se ha generalizado (las agencias calificadoras de la vivienda, la educación, la justicia, la sanidad, la investigación, etcétera), hasta el punto de que los consumidores hemos aprendido a desconfiar de todo lo que lleva la certificación de estos evaluadores.

La lista es la humillación de la propia idea de crítica, pues lo esencial de la crítica es el análisis, la argumentación, a veces la ironía, siempre el matiz y hasta el tono y el timbre, mientras que quien pide una lista está pidiendo que cese toda argumentación y se deponga toda sutileza, quedando todo reducido a puntuación y orden numérico, sin más posibilidad de explicaciones (que, por otra parte, ante la contundencia de la clasificación, son tan inútiles y ridículas como Uribarri explicando la votación de España en Eurovisión). Y a la humillación de la crítica le sigue de cerca la humillación de las obras mismas listadas: dejando aparte lo que la lista supone de mezcla entre churras y merinas (¿qué puede significar, en cuanto a calidad, que un estudio de sociología aparezca antes o después de una novela de aventuras, que esta supere a un manual de autoayuda o de inteligencia emocional, o que este último puntúe más o menos que un texto clásico del siglo XVIII o quede en mejor o peor lugar que la biografía de un jugador de fútbol o de un cantante de moda?), la clasificación -como en los deportes- sugiere que quienes escribieron esos libros lo hicieron como parte de una competición, lo que una vez más reduce la calidad (la condición de "mejor") a la cantidad: ganancias y pérdidas, como si la finalidad de la escritura y su posible excelencia no residiesen en la obra escrita misma, sino en los puntos que puede acumular, en las deshonras que puede causar a los derrotados o en los trofeos que puede exhibir ante el público. Yo me bajo en esta, pues, y me declaro en rebeldía: ya no voy a hacer más listas.

José Luis Pardo (Madrid, 1954) ha publicado recientemente El cuerpo sin órganos. Presentación de Gilles Deleuze. Pre-Textos. Valencia, 2011. 308 páginas. 20 euros.

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