Columna

Los Simpson

La nueva temporada de Los Simpson aterrizó al mediodía de Antena 3 con el ritual habitual. Títulos de comienzo e inmediatamente una pausa de 12 minutos de anuncios. Ni siquiera con la serie que les garantiza audiencia fiel hasta la enésima reposición hay piedad.

El episodio se dedicaba a jugar con una idea autorreferencial, que, aunque divertida, no suele ser su mejor propuesta. Con guion de Evan Goldberg y Seth Rogen, actor fetiche de la sobrevalorada factoría Apatow y pareja de escritura en títulos como Supersalidos y Superfumados, el episodio era un magma con des...

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La nueva temporada de Los Simpson aterrizó al mediodía de Antena 3 con el ritual habitual. Títulos de comienzo e inmediatamente una pausa de 12 minutos de anuncios. Ni siquiera con la serie que les garantiza audiencia fiel hasta la enésima reposición hay piedad.

El episodio se dedicaba a jugar con una idea autorreferencial, que, aunque divertida, no suele ser su mejor propuesta. Con guion de Evan Goldberg y Seth Rogen, actor fetiche de la sobrevalorada factoría Apatow y pareja de escritura en títulos como Supersalidos y Superfumados, el episodio era un magma con destellos, como cuando Homer adelgaza y su esposa descubre que al abrazarle sus dos manos pueden encontrarse. Pero no nos engañemos, el peor episodio de Los Simpson es de lo mejor que uno puede encontrarse en la tele. La pequeña Lisa es lanzada por sus profesores como un nuevo talento cinematográfico, a la que definen como hija de un cruce entre Ingmar Bergman y Barbra Streisand. Su parodia del estupendo documental Capturing the Friedmans sobre aquella familia disfuncional en una América aún más disfuncional, toma a Los Simpson como objeto de estudio.

Seleccionada para el Festival de Sundance, las bromas sacuden a Jim Jarmusch, Paul Giamatti, John C. Reilly y demás símbolos de ese indie parodiable. Los propios Simpson sucumben al capricho del éxito, desplazados del favor del público intelectual por el documental de Nelson Muntz, ese otro compañero de escuela que cuenta algo aún más fascinante: la fotogenia de la pobreza y la marginación social. Los Simpson avanzan camino de los 500 episodios sin dejar de aplicar ácido a la realidad. Los adultos los celebran como una presencia referencial, entre filosófica y paródica, de un tiempo que les tocó vivir. Y los niños lo miran convencidos de que ahí hay algo que desenmascara la impostura familiar, que pone en evidencia la incapacidad paterna, tan obtusa para entender los principios básicos del bricolaje como la mecánica del cariño, o la fracasada ensoñación de las madres, ahogada en el estanque fangoso de la realidad con todo su equipaje de ilusiones inalcanzables. Tenerlos cerca es uno de los placeres de la tele contemporánea.

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