Reportaje:

El lugar de Cirlot

El centro Arts Santa Mònica acoge una intensa exposición sobre el mundo del polifacético escritor y crítico de arte

Al poeta, ensayista, medievalista y crítico de arte Juan Eduardo Cirlot le atraía mucho la espada de Pere IV, condestable de Portugal y conde de Barcelona (1464-1466), que se conserva en el tesoro de la catedral de Barcelona. Lourdes y Victoria Cirlot, hijas del poeta, recordaban ayer, en la inauguración de la exposición que se dedica en Barcelona a la poética de Cirlot, que allá por los años sesenta del pasado siglo la familia Cirlot en pleno solía ir a visitar, con bastante asiduidad, como un entretenimiento dominical, dicha espada. "Íbamos en peregrinación. Mi padre pedía al encargado que l...

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Al poeta, ensayista, medievalista y crítico de arte Juan Eduardo Cirlot le atraía mucho la espada de Pere IV, condestable de Portugal y conde de Barcelona (1464-1466), que se conserva en el tesoro de la catedral de Barcelona. Lourdes y Victoria Cirlot, hijas del poeta, recordaban ayer, en la inauguración de la exposición que se dedica en Barcelona a la poética de Cirlot, que allá por los años sesenta del pasado siglo la familia Cirlot en pleno solía ir a visitar, con bastante asiduidad, como un entretenimiento dominical, dicha espada. "Íbamos en peregrinación. Mi padre pedía al encargado que la sacase de la vitrina y que nos la dejase tocar. Ya nos conocía perfectamente aquel señor, que abría la vitrina, extraía la espada, nos la tendía... Tocábamos, uno tras otro, el filo. Esto se repitió muchas veces. Y recuerdo que un día dijo mi padre: '¿Y cómo la podríamos robar?". Las entonces niñas sufrían tremenda angustia pensando que aquello iba de veras, ya que Cirlot no se caracterizaba precisamente por hablar a humo de pajas. "Pero por fortuna no se le ocurrió hacerlo. Luego, como siempre, fuimos a celebrar la ceremonia de la espada en un restaurante cercano, el restaurante Chantecler, que estaba decorado en rojo. Era como visitar el infierno después de haber estado en el cielo, en la catedral. Para paliar aquellas tremendas emociones derivadas del trato con la espada teníamos que comer mucho y salíamos de allí muy felices".

El condestable de Portugal, por cierto, no fue muy afortunado en las batallas que le tocó librar. Su divisa, grabada en el arma, dice Paine pour joie, pena por alegría. Querría decir, supongo, que al gozo se llega a través del esfuerzo. Parece que el condestable era un señor muy culto, amigo de la lectura... Por cierto que también Cirlot fue el primer hombre de letras -y músico malogrado: en la exposición se oye Sonet, una composición suya "para soprano y trompeta" sobre un poema de Joan Brossa, y es clave el elemento musical en su poesía permutatoria- en una estirpe que generación tras generación se había dedicado al servicio de las armas.

La espada se expone, horizontal sobre un cojín blanco que realza por contraste la hoja de acero, a la entrada de la exposición en el centro Arts Santa Mònica de Barcelona, que se inauguró ayer, e ilustra también la portada blanca del catálogo libro publicado para la ocasión y que es una iluminadora, muy diáfana explicación del mundo onírico, mítico y mágico de Juan Eduardo Cirlot. Es notorio que el poeta concedía muchísima importancia a las armas blancas, y quizá si llega un día en que nadie lea ni se interese por la poesía, todavía entonces las fotos en que posa, impecablemente vestido como siempre, en compañía de siete espadas y sus sombras, sigan teniendo un poder icónico hechizante, desafiante, interrogativo.

Esas siete espadas del siglo XVII o XVIII, con las que aparece en las famosas fotos de Català Roca, no son las últimas que tuvo: él iba cambiando de fetiches según estos habían cumplido su función espiritual, y al final de su vida ya poseía las armas que deseaba, espadas medievales de filo mellado por los siglos que pasaron enterradas. Colgadas de las paredes de su despacho contribuían a darle a aquel curioso espacio una atmósfera única.

Aunque ese despacho que Cirlot describe en su gran poema Momento ya se ha desmontado, esta exposición, de pequeño formato pero notable densidad, que incluye sus manuscritos, sus diagramas, los fragmentos más significativos de las películas que le empujaron a escribir el ciclo de Bronwyn y los versos a Inger Stevens, sus ediciones, su retrato por Ponç, entre otros documentos, se titula La habitación imaginaria apropiadamente: porque "muestra eso que en una exposición casi nunca se puede mostrar", dijo Victoria Cirlot, "el lugar donde se construye la poesía."

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