Columna

¿Por qué perdemos la cabeza?

Los casos de presunta corrupción florecen ahora en Galicia con cierta recurrencia temporal, marcando así el paso de la crisis con mensajes que van directos al corazón de la ciudadanía para que ésta agrande su ya importante desafección hacia los políticos y la política y, consecuentemente, hacia la misma democracia como instrumento de regulación colectiva de la política. En una reciente crónica de este diario se transcribía un pequeño tramo de una conversación de un presunto corruptor con alguien próximo: "... He regalado uno de los tres coches, el Porsche, a un político del PP. No te enteras d...

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Los casos de presunta corrupción florecen ahora en Galicia con cierta recurrencia temporal, marcando así el paso de la crisis con mensajes que van directos al corazón de la ciudadanía para que ésta agrande su ya importante desafección hacia los políticos y la política y, consecuentemente, hacia la misma democracia como instrumento de regulación colectiva de la política. En una reciente crónica de este diario se transcribía un pequeño tramo de una conversación de un presunto corruptor con alguien próximo: "... He regalado uno de los tres coches, el Porsche, a un político del PP. No te enteras de nada, así es cómo se hacen las cosas y yo si fuera él haría lo mismo". Podía ser de otro partido porque el PP no tiene la exclusiva de estas cosas, pero en Galicia es el PP, que gobierna, el que tiene más posibilidades de corromperse. Es "la ocasión", que decían los viejos predicadores.

La corrupción no da ni quita votos en las elecciones, como lo prueba el caso de Valencia

Hace tiempo que la corrupción ocupa un lugar preferente en los estudios académicos (los profesores Jiménez y Caínzos, entre otros, la estudiaron desde la Universidad de Santiago, en trabajos pioneros), pero sigue siendo un fenómeno relativamente versátil, oscuro y difícil de entender en su plenitud. Con absoluta frecuencia, la gente sondeada de diversos modos por los que trabajamos en la opinión pública, nos dice que "todos haríamos lo mismo de poder hacerlo". También todo el mundo tiene una anécdota de alguien próximo que, de forma más o menos habitual, ejerce algún tipo notorio de corrupción menor, digamos. Si unimos todo esto parece que podemos ya empezar a entender por qué la corrupción no da ni quita voto en las elecciones políticas: las irregularidades de contratación en la Comunidad Valenciana vinculadas al caso Gürtel ponen el alma cívica de cualquier persona sensible en estado de alarma.

En 1996 el Partido Socialista, que tenía también casos graves de corrupción tras casi 14 años de gobierno, vio cómo su voto en encuesta se recuperaba con la misma rapidez con que se recuperaba el empleo en aquella otra gran crisis internacional de la década de los noventa. Su caída de voto no tenía nada que ver, o apenas nada, contra lo que se creía entonces, con la corrupción (esto requeriría algún matiz complejo): si hubiera puesto más interés en ganar aquellas elecciones, lo hubiera conseguido. Las perdió por poco más de un punto porcentual, y es probable que esa falta de ganas de vencer sí tuviera que ver con los casos de corrupción: he ahí un efecto complejo e indirecto.

La falta de incidencia de la corrupción en la conducta electoral y en otras conductas es posible que sea la consecuencia de una clara división cognitiva en la que aparecen los interese a un lado y la ética a otro. No siempre consideramos oportuno ni necesario mezclar ambos recipientes mentales, pues pensamos que hemos de votar a los más próximos a nuestras ideas e intereses, no a los más cívicos, si es que los hubiera. Es una división muy pragmática que muchos consideran cívicamente correcta y hasta necesaria. ¿Es esto perder la cabeza?

El título de este artículo alude a otra vuelta de tuerca sobre el tema: en general, y con las excepciones de rigor, el corrupto acaba por ser descubierto y, más pronto que tarde, ha de dar cuenta de sus actos. Si esto es así, y en buena medida creo que lo es, ¿de dónde viene y para qué sirve esa pasión inútil por arruinar la existencia cívica de uno mismo, de su partido, de su país, o de la misma libertad y de la democracia?

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Siempre me golpea esta pregunta cuando veo a gente joven, inteligente y ganando correctamente su vida en el servicio público, caer en el incivismo que nos mata a todos, y que también, y sobre todo, destroza a Galicia, que tanto necesita de energías cívicas renovadas y de un ego más fortalecido para afrontar los malos tiempos que corren para todos.

Quizá Feijóo tenga algo que decir y la oposición algo que debatir con intensidad y rigor. Si así fuera, habríamos aprovechado los pequeños desastres para volverlos a favor de la buena política, bondad que reside en ese giro estratégico, exactamente en ese giro a favor de las buenas costumbres en la democracia cívica. Y nosotros que lo veamos más pronto que tarde.

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