Columna

Tener una educación

Recuerdo perfectamente cuando, en mi adolescencia, leí La escuela ha muerto, un pequeño libro de uno de los discípulos de Ivan Illich, Everett Reimer. La tesis central -que la educación debía convertirse en un encuentro entre gente que quisiera aprender y gente que quisiera enseñar y que, por tanto, había que dar por finiquitada la institución- era una de esas propuestas que hoy serían tomadas por estúpidas. Pero aquel era un tiempo en que la gente no se amilanaba y discutía las cosas de fondo, no como hoy en que las estupideces del neoliberalismo anglosajón son tomadas como verdades ev...

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Recuerdo perfectamente cuando, en mi adolescencia, leí La escuela ha muerto, un pequeño libro de uno de los discípulos de Ivan Illich, Everett Reimer. La tesis central -que la educación debía convertirse en un encuentro entre gente que quisiera aprender y gente que quisiera enseñar y que, por tanto, había que dar por finiquitada la institución- era una de esas propuestas que hoy serían tomadas por estúpidas. Pero aquel era un tiempo en que la gente no se amilanaba y discutía las cosas de fondo, no como hoy en que las estupideces del neoliberalismo anglosajón son tomadas como verdades evidentes por devotos piadosos de todo el orbe que arrojan al fuego a todo hetedoroxo que se cruce en su camino, con igual saña que todas las iglesias y dogmatismos que en el mundo han sido.

No puedo decir que la escuela me marcara, ni siquiera los profesores que recuerdo con afecto

Pero a mí lo que de verdad me impresionó fue la frase de la antropóloga Margaret Mead que figuraba en su frontispicio: "Mi abuela quiso que yo tuviera una educación. Por eso no me mandó a la escuela". Esa frase casi se convirtió en un credo. Por supuesto, yo seguí yendo a la escuela, pero como un obrero que va al tajo. Nunca con ilusión o fervor. Y eso aunque fuí un niño, y un joven, muy lector. Pero mi afición venía de todos los TBO y los Tio Vivo que leía en casa de mis tías, que tenían la pequeña librería del pueblo -aunque, a decir verdad, bien surtida para los estándares de hoy- y, más tarde, de mi afiliación a un progresismo y a un galleguismo que, en esa época, sólo se entendía a base de una abultada dieta de ensayos y novelas. Desde Las revueltas sociales en Andalucía, de Luis Díez del Moral, hasta los Cien años de soledad, me tragué de todo.

Así que no puedo decir que la escuela me marcara, ni tan siquiera los profesores que tuve, aún los que recuerdo con mayor afecto, como nuestra profesora de literatura, una mujer que parecía débil, pero que se enfrentó a la directora, de querencias franquistas, en tiempos en los que estos tenían el poder de contratar. Carezco, pues, de esos acendrados sentimientos, llenos de un lirismo nostálgico, que a veces inundan la memoria de otros. Sin embargo, me acuerdo muy bien de todo lo que me parecía cómico o disparatado en los profesores o en mis compañeros y de todas las trampas que !ay¡ se les ocurrían, pues yo era más bien de los modosos y recatados, salvo en lo político. Dos de entre ellos, aficionados a las ciencias y a los estampidos, probaban cada día una especie de pequeñas bombas en un terraplén cercano. Hoy, eso causaría un escándalo terrible, pero en aquella época -hablo de los setenta- sólo nos suscitaba curiosidad.

De entonces a hoy, las cosas han cambiado mucho, y supongo que casi siempre para bien. Digo lo de supongo, porque a mí me ha llamado siempre la atención el triunfo sin ambages de la jerigonza tecnocrática que hoy asoma por currículos y programaciones y que se supone inspira la vida de docentes y discentes. Está inspirada en una cuestionable psicología motivacional y en sabe dios qué pedagogías comprehensivas que han ganado la batalla sin ningún esfuerzo. Eso, en un país en el que ningún profesor, que se sepa, sabe lo más mínimo ni de lo uno ni de la otra, ni mucho menos los inspectores, salvo alguna excepción -alguna habrá, digo yo-, que vigilan esa forma de corrección política, ni tampoco los ministros o conselleiros (y si lo saben es para mal, por haber sido abducidos por esa melopea).

Es una jerga que parece pensada para hacer olvidar las cosas más evidentes que hay que tomar en consideración cuando se quiere enseñar -o aprender. La primera que los alumnos que ponen más empeño son aquellos que todavía consideran, porque así se lo han enseñado en sus familias, que la educación sirve para prosperar en la vida. Eso explica porque hijos de inmigrantes recientes sacan a veces mucho mejores notas que vástagos de familias acreditadas, pero escépticas ante las virtudes de los centros educativos o simplemente impotentes ante el nuevo fenómeno de los hijos emperador, que describe un adelgazamiento muy característico de nuestra época no sólo del autoritarismo, sino también de la autoridad, con la que los despistados la confunden.

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Y, por supuesto, que, al final, como siempre, la educación reproduce la desigualdad social. Esto es cosa sabida, que a veces se pretende ignorar aunque la literatura sociológica al respecto podría llenar montones de anaqueles. Tomada en grandes números es evidente que la educación es un inmenso filtro que decide quien se va a dedicar a qué y que, por un nada misterioso azar, suele suceder que aquellos que llegan a superar las redes más finas de decantación son aquellos que proceden de hogares con cuentas corrientes de cierta consideración y -lo que es casi lo mismo- con capital cultural -acumulado casi siempre por el nieto del abuelo que hizo el dinero en origen-. A este dato se le pueden poner muchos reparos, pero hay que ser muy cínico para negarlo. Aunque se hace, ¡vaya si se hace!

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