Columna

El cónclave católico

A finales de los años treinta y principio de los sesenta del pasado siglo, en el contexto de un fuerte reformismo renovador que afectó a los más diversos actores políticos y sociales, la Iglesia Católica consciente de la necesidad de abordar su propio aggiornamento, convocó el Concilio Vaticano II, en el que decidió abrirse al mundo -no solo dirigirse a él- y proclamó, especialmente en el documento Gaudium et Spes, la autonomía de lo temporal. Tal decisión propició el compromiso activo de los católicos con los sectores más desfavorecidos de la sociedad, facilitó el diálogo fructí...

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A finales de los años treinta y principio de los sesenta del pasado siglo, en el contexto de un fuerte reformismo renovador que afectó a los más diversos actores políticos y sociales, la Iglesia Católica consciente de la necesidad de abordar su propio aggiornamento, convocó el Concilio Vaticano II, en el que decidió abrirse al mundo -no solo dirigirse a él- y proclamó, especialmente en el documento Gaudium et Spes, la autonomía de lo temporal. Tal decisión propició el compromiso activo de los católicos con los sectores más desfavorecidos de la sociedad, facilitó el diálogo fructífero entre creyentes y no creyentes, favoreció la separación entre la Iglesia y el Estado y desató un gran entusiasmo entre personas que, particularmente en el Tercer Mundo, se adhirieron a los movimientos católicos renovadores.

La concentración de católicos en Madrid forma parte de un movimiento fundamentalista

Pues bien, durante la pasada semana se han reunido en Madrid bajo la denominación de Jornada Mundial de la Juventud lo que bien podríamos definir como los Estados Generales del catolicismo mundial. En la capital de España, presididos por Benedicto XVI, se concentraron centenares de obispos y cardenales, decenas de miles de sacerdotes, centenares de miles de fieles y, en abierta contradicción con el Vaticano II, no solo no se abrieron al mundo sino que ni siquiera se dirigieron a él. El aumento espectacular de las desigualdades entre países pobres y ricos y en el interior de cada país, el avance de la marginación y la exclusión social, la reaparición masiva de la pobreza en los países desarrollados, la muerte inminente a la que están abocados millones de seres humanos en países como Somalia, Etiopía o Kenya, las guerras que asolan Afganistán, Iraq o Libia o las matanzas de civiles en Siria y Yemen..., no han merecido la más mínima mención -no ya una reflexión- del cónclave católico mundial.

Para el Papa y la jerarquía católica las cuestiones fundamentales que hay que resolver para mejorar esta maltrecha humanidad consiste en que los jóvenes vayan a misa, se confiesen y comulguen más, practiquen la mansedumbre y se casen según el rito católico, y, desde luego, que los futuros curas además de seguir a Cristo acaten sobre todo las precisas directrices de la Iglesia, al margen de la cual no hay posibilidad de encontrar a Dios. Reconocerán ustedes que todo esto se parece más a la actitud aislacionista y reaccionaria de Pío IX -el Papa que prohibió la lectura de los principales científicos y creadores del momento y combatió toda idea modernizadora y democrática- que a las conclusiones del Vaticano II.

Lo que subyace a estos planteamientos involucionistas es la resistencia de la Iglesia a reconocer el Estado no confesional y a aceptar el pluralismo político, ideológico y religioso de las sociedades modernas. Pretende volver a los tiempos de la constitución natural, de la Iglesia influyente en lo temporal, con la pretensión insostenible de ejercer un protagonismo social preponderante según la consabida fórmula de Montalambert: "Cuando soy débil os reclamo libertad en nombre de vuestros principios; cuando soy fuerte, os la niego en nombre de los míos". La concentración de Madrid se inserta en un movimiento fundamentalista, minoritario pero muy influyente, dispuesto a resucitar los más lacerantes vestigios del imperativo cristiano-paulino de sujeción de la mujer al varón; conecta con el movimiento de padres fundamentalistas cristianos que en EE UU han logrado imponer en la escuela pública la enseñanza de las doctrinas creacionistas en pie de igualdad con la teoría darwinista de la evolución biológica y sintoniza, pese a las diferencias histórico-políticas, con los candidatos del Tea Party, que proclaman abiertamente el gobierno de Dios y el Estado confesional.

Pero por encima de estas indeseables presiones, los gobiernos democráticos tienen la indeleble obligación de hacer efectivo el principio constitucional de la aconfesionalidad del Estado, y de legislar, también en las materias que tanto parecen molestar a los obispos, basándose exclusivamente en la ética civil y sin más límite que el que afecta a cualquier otra norma: las constituciones democráticas.

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Por eso parece un momento oportuno para recordarles a nuestros prelados que todos, incluidos ellos, están obligados a respetar la Constitución, pero que, sin embargo, no todos estamos vinculados por las respetables normas de su Iglesia. Y al Gobierno, además de exigirle total claridad sobre los costes públicos de este evento y sobre el comportamiento de la policía en la represión injustificada de manifestantes laicos y democráticos, conviene recordarle también que la Iglesia católica debe autofinanciarse y que, por tanto, deben retirarse las generosas aportaciones públicas que recibe dicha Iglesia, aportaciones que muchos ciudadanos, incluidos numerosos católicos, consideran incompatible con los principios constitucionales. Finalmente, el Rey debe aceptar de una vez que es el jefe de un Estado aconfesional, y no Su Majestad Católica de otros y desdichados tiempos. Parece, pues, llegado el momento de que todos empecemos a tener las cosas claras.

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