gracias y desgracias

Acción y pausa

Estarse quieto en un verano de tanto movimiento resulta casi subversivo. Con las calles tomadas por indignados y peregrinos, me veo obligada a quedarme en casa para recuperarme de un accidente de moto. El reposo, aunque sea forzado, tiene en este contexto algo de rebeldía. "¿Qué se hace en una revolución? Te apenas por lo que se va, reconoces lo que permanece y saludas a lo que llega", escribe Martin Amis en La viuda embarazada. Una descripción que también sirve para explicar cómo lidia el enfermo con los cambios de su cuerpo, que escruta con esa intensidad que permite el aburrimiento....

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Estarse quieto en un verano de tanto movimiento resulta casi subversivo. Con las calles tomadas por indignados y peregrinos, me veo obligada a quedarme en casa para recuperarme de un accidente de moto. El reposo, aunque sea forzado, tiene en este contexto algo de rebeldía. "¿Qué se hace en una revolución? Te apenas por lo que se va, reconoces lo que permanece y saludas a lo que llega", escribe Martin Amis en La viuda embarazada. Una descripción que también sirve para explicar cómo lidia el enfermo con los cambios de su cuerpo, que escruta con esa intensidad que permite el aburrimiento.

Como suele pasar con los asuntos íntimos, es más fácil distinguir qué es lo que se va y qué es lo que llega en una revolución que en una convalecencia. Ayer terminó la mía y no está claro su balance. En esta carrera lo importante es llegar a la meta, no cómo quedará la pista después. O eso pensaba yo. Hace unas semanas, todavía en el hospital, una cabeza pelirroja descorrió la cortina que separaba mi trozo de habitación: "¿Cortar? ¿Peinar?", ofreció. No podía creer que estuviera ofreciendo servicios de peluquería. ¿En el hospital? Seguramente acostumbrada a la incredulidad de mentes aletargadas como la mía, la mujer extendió una tarjeta para acortar explicaciones: "Movilukk. Pelos y saluZ" (la ortografía es la original: no puedo atribuirme el mérito). "También hacemos la manicura", apostilló. Miré mi maltrecha mano, surcada por heridas que un observador amable -o miope- podría confundir con un tatuaje de henna. Se la tendí, con ojos interrogantes. Incluso a un metro de distancia, percibió el riesgo de adentrarse con lacas y limas en aquel batiburrillo. "Es que no sé si te iba a quedar bien", se atropelló a decir. Y desapareció tras la cortina.

Días después, poco antes de que me mandaran a casa, concerté una cita. Lavar y peinar, nada arriesgado. Otra chica apareció con una unidad móvil del arreglo capilar. Un aparato que, a riesgo de ofender gravemente a su inventor, parecía una broma. Al parecer, hay uno en casi todos los hospitales madrileños. No está claro qué dice de nosotros la existencia de un servicio regular de peluquería hospitalaria. Podría parecer entre ridículo y perverso. Pero, igual que reclamar las calles, recuperar autoridad sobre un espacio que te pertenece -aunque sea el de la vanidad- resulta esperanzador. No sabes qué saldrá de la movilización ni de la inmovilización, pero en ambos casos confías en que será algo mejor.

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